Dichosos los padres que ven cómo el corazón dócil de sus hijos acepta las enseñanzas que su afectuosa preocupación por el bien de la familia les sugiere. Pero ¿no ha de ser también más dichoso aquel padre que ve acercarse a sus hijos y, antes incluso de que él hable, les oye prometer espontáneamente obediencia y fidelidad a los consejos que él pensaba darles? Oh! la hermosa armonía de propósitos, ¡oh! la perfecta concordia que se argumenta de esa espontaneidad en las «relaciones entre el padre y sus hijos! «En este momento Nosotros mismos tenemos una dulce y suave experiencia de ello.
Pues el anuncio de que hoy tendríamos el gusto de acoger en Nuestra presencia a una nutrida representación de la Unión Católica Femenina, había suscitado en Nuestro corazón la intención de dar algún consejo oportuno, a fin de encaminar hacia una meta segura aquella acción femenina, a la que las condiciones de la sociedad actual parecen reservar una particular eficacia. Pero he aquí que Nuestro deseo ha sido anticipado por la persona que dignamente preside la Unión Católica Femenina en Italia; he aquí que de sus propios labios hemos recogido ahora la declaración, tanto del fin a que tiende la asociación que preside, como de los medios que se propone emplear para alcanzar la meta. A ese fin y a esos medios debemos aplaudir, porque la declaración de uno y otros nos parece hecha a la luz de la misión propia de la mujer en medio de la sociedad. Pero, puesto que los deberes que cada uno se impone a sí mismo se cumplen más fácilmente, Nos alegramos de que la mujer católica haya reconocido por sí misma cuál es su obligación en la grave hora actual: su observancia será necesariamente tanto más perfecta cuanto más espontáneo sea ahora el reconocimiento de la misma.
No queremos, sin embargo, omitir añadir Nuestra palabra en confirmación de los deberes a que están obligadas las mujeres católicas en Italia, porque su acción debe ser uniforme en todas las regiones del país. Es verdad que el último Congreso de representantes de la doble forma de la Unión Católica Femenina se propuso alcanzar esta uniformidad; es verdad también que las Semanas Sociales, que pronto seguirán, se propondrán también principalmente esto: pero Nuestra palabra no dejará de ayudar a imprimir cada vez más eficazmente la necesaria uniformidad en la acción de las mujeres, porque, más que la autoridad de un maestro, aparecerá dictada por la solicitud de un padre.
El cambio de las condiciones de los tiempos ha podido dar a la mujer funciones y derechos que la época anterior no le permitía. Pero ningún cambio en la acción de los hombres y ninguna novedad de las cosas o de los acontecimientos podrá jamás apartar a la mujer, consciente de su misión, de ese centro natural que es para ella la familia. En el hogar doméstico ella es reina; y por eso, aun cuando esté lejos del hogar doméstico, debe dirigirle no sólo el afecto de una madre, sino también el cuidado de un sabio gobernante, del mismo modo que un soberano, que está fuera del territorio de su estado, no descuida el bien de ese estado, sino que lo mantiene siempre en la cima de sus pensamientos, en la cima de su cuidado. Por tanto, puede decirse con razón que el cambio de las condiciones de los tiempos ha ampliado el campo de la actividad de la mujer: un apostolado en medio del mundo ha ocupado el lugar de la acción más íntima y más restringida que la mujer realizaba antes en el hogar; pero este apostolado debe realizarse de tal modo que quede claro que la mujer, tanto dentro como fuera del hogar, no olvida que también hoy debe dedicar su principal cuidado a la familia.
No es otro el criterio con el que ahora se pretende informar sobre la creciente, y cada vez más creciente, actividad de las mujeres católicas italianas. Aplaudimos, por tanto, la afirmada intención de «dedicarse a la educación de la juventud, a la mejora de la familia y de la escuela». No tomamos nota del derecho que se pretende reivindicar a la libertad en la educación de los hijos, pues sería bárbaro exigir que quienes no han sido ajenos a la educación de la porción más vil de sus hijos se mantengan luego al margen del cuidado y desarrollo de la porción más noble de ellos. Apresurémonos, por el contrario, a alegrarnos de la resolución que se ha dictado, para procurar que la mujer católica sienta, además del deber de ser honesta, el de mostrarse como tal en su vestir. ¡Oh, qué grave, qué urgente es el deber de repudiar esas exageraciones de la moda que, fruto de la corrupción de sus inventores, como acaba de advertir la digna Presidenta de la Unión Católica Femenina, contribuyen nocivamente a la corrupción general de las costumbres!
Sobre este punto creemos que debemos insistir particularmente, porque por una parte sabemos que ciertos estilos de vestir, que han entrado en uso entre las mujeres de hoy, son tan nocivos para el bien de la sociedad como los que provocan el mal, y por otra parte nos llena de asombro y extrañeza ver que los que propagan el veneno parecen desentenderse de su acción maléfica, y los que incendian la casa parecen ignorar la fuerza destructora del fuego. La mera suposición de semejante ignorancia explica la deplorable extensión que ha tenido en nuestros días una moda tan contraria a ese pudor, que debiera ser el más bello ornamento de la mujer cristiana: sin tal ignorancia, nos parece que ninguna mujer hubiera podido llegar al exceso de usar vestidos indecentes ni siquiera al acercarse al lugar sagrado, ni siquiera al presentarse a los maestros naturales y más acreditados de la moral cristiana.
Oh! con qué satisfacción hemos comprendido, pues, que los miembros de la Unión de Mujeres Católicas han inscrito en su programa la intención de mostrarse honestas hasta en la manera de vestir. Con ello cumplirán su estricto deber de no dar escándalo y de no ser piedra de tropiezo para los demás en el camino de la virtud, y además demostrarán que han comprendido que, al extenderse su misión en el mundo, deben dar buen ejemplo, no sólo dentro de las paredes del hogar, sino también en las calles, incluso en las plazas públicas.
Tan importante es la necesidad de esta consecuencia, que al reconocerla, las mujeres católicas deben sentirse impulsadas, no sólo por una obligación individual, sino también por un deber social. Deseamos, pues, que las numerosas socias de la Unión Católica Femenina, reunidas hoy en nuestra presencia, formen entre sí una liga para combatir las modas indecentes, no sólo en ellas mismas, sino también en todas aquellas personas o familias a las que su labor pueda ser eficaz. Sería superfluo decir que la buena madre no debe permitir jamás que sus hijas cedan a las falsas exigencias de una moda que no está perfectamente castigada; pero no será superfluo añadir que toda dama, cuanto más elevada sea la posición que ocupe, tiene el deber más estricto de no tolerar que quienes la visiten se atrevan a ofender su pudor con modas indecentes de vestir. Una advertencia, hecha a tiempo, impediría la reanudación de la impertinencia audaz, violadora de los derechos de la buena hospitalidad, y tal vez el eco del reproche, al llegar a otros incautos promotores de modas poco atractivas, les induciría a no mancharse más con la misma o parecida indecencia que la sabia dama había reprendido tan pronto como fue advertida.
Creemos que esta liga contra los vicios de la moda debe ser bien acogida por los padres y esposos, los hermanos y todos los parientes de las valerosas batalladoras; ciertamente, quisiéramos que los sagrados Pastores, o más bien todos los sacerdotes que tienen cura de almas, la promovieran y favorecieran de todas las mejores maneras, allí donde la moda ha traspasado los límites del pudor... ¡y desgraciadamente los ha traspasado en muchos lugares! Pero que Nuestra palabra sea tomada principalmente por vosotras, oh amadas hijas, que habéis declarado hoy que queréis realizar un apostolado en medio del mundo.
Que no se piense, sin embargo, que el buen ejemplo beneficia sólo a la obra educativa que atañe directamente a la mujer, tanto dentro como fuera de la familia: el valor cristiano que da vida al buen ejemplo de la mujer en los ambientes mimados de nuestra época, y frente a la difusión de modas indecentes, facilita, en efecto, toda la misión de la mujer en medio de la sociedad, porque el mismo lenguaje vulgar expresa un dictado del sentido común cuando dice que la virtud se impone.
Volvamos, sin embargo, al examen, que quiere ser un elogio, de vuestras intenciones, oh amadísimas hijas. Nos ha complacido oír que la Unión Católica Femenina «promete de un modo especial dedicarse a la educación de la juventud, al mejoramiento de la familia y de la escuela». Es principalmente aquí donde podemos decir que nos alegramos de haber sido prevenidas en Nuestros deseos, pues si hubiéramos tenido que dar un programa a la acción de las mujeres, no habríamos sabido redactar otras normas que las que parecen encaminadas al bien de la familia, de la juventud, de la escuela. Y no sólo alabamos el fin, sino que aplaudimos los medios que se van a emplear, «llevando, como muy bien se ha dicho, una visión más clara de la justicia y de la caridad a toda la vida del país». Oh! si las nuevas generaciones crecieran informadas en estas virtudes, y sobre todo si de justicia y caridad se hablara menos en teoría y más en la práctica, las debatidas y temibles cuestiones sociales no tardarían en llegar a una excelente solución.
Para conseguir tan deseable efecto, la mujer católica debe apelar al deber de los padres de exigir la instrucción religiosa para sus hijos; debe apelar a la obligación de las autoridades civiles de no obstaculizarla; pero sobre todo debe mostrarse convencida de la necesidad de pedir a la Iglesia las normas de acción más oportunas para ponerlas rápidamente en práctica.
Al hablar así, no pretendemos decir cosas ignoradas por la Unión Católica Femenina; ni tampoco inculcar nuevas normas o nuevas directrices, porque las intenciones expuestas en el noble discurso que se nos acaba de dirigir están en consonancia con las Nuestras. Por el contrario, nos complace señalar que ya sabemos que en muchas diócesis de Italia se ha puesto en práctica el programa que hemos enunciado: los buenos frutos que ya ha producido en algunos lugares nos persuaden a hacer votos para que la acción femenina no tarde en organizarse de este modo en todas las diócesis de Italia. El entusiasmo con que la nueva «Sección Juvenil» ha venido a integrar el trabajo de la preexistente y ya benemérita «Unión de Mujeres Católicas», justifica Nuestra esperanza de que la organización femenina será completa, para toda Italia, en un futuro no muy lejano.
No sin razón hemos reservado para Nos la provisión de las necesidades materiales de las Semanas Sociales, que han de seguir al primer Congreso Femenino tan exitosamente celebrado. De este Congreso y de las Semanas Sociales subsiguientes esperamos un incremento decisivo, primero en la organización de las actividades femeninas y luego, casi como consecuencia necesaria, en el mejoramiento general de la sociedad... Oh, era justo y natural que el padre alentara la acción de sus hijas, aunque fuera de un modo sensible. Ya podemos pregustar los benéficos efectos de la incansable correspondencia de las hijas a Nuestra paternal solicitud.
Pero como la necesidad del apostolado de la mujer es grande, como la urgencia de detener el mal y hacer florecer de nuevo el bien es mayor que cualquier esfuerzo posible a la criatura, levantamos los ojos al Cielo, y al Cielo, de donde sólo puede venir la ayuda más poderosa, dirigimos confiadamente Nuestra oración. Oh Señor, te rogamos que fortalezcas con tu gracia los sabios propósitos de la Unión Católica Femenina: bendice a quienes, después de haberlos expresado noblemente, deben velar por su cumplimiento; bendice a quienes, con sus consejos o con su trabajo, deben favorecer el desarrollo y asegurar la eficacia de la misión confiada a la mujer; para que, así como ya se puede decir que un individuo descarriado ha sido reducido al buen camino por la fidelidad de una mujer, «sanctificatus est vir infidelis per mulierem fidelem» (1 Cor. VII, 14), así se repita pronto de la sociedad actual que ha vuelto al camino de la salvación por los ejemplos y las enseñanzas, en una palabra, por la misión de la mujer católica.
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