VACANTIS APOSTOLICAE SEDIS

"Quod si ex Ecclesiae voluntate et praescripto eadem aliquando fuerit necessaria ad valorem quoque." "Ipsum Suprema Nostra auctoritate nullum et irritum declaramus."

CONSOLACIONES A LOS CATÓLICOS EN ESTOS TIEMPOS SIN JERARQUÍA ALGUNA


ANTE LA SITUACIÓN actual QUE PADECEMOS DE AUSENCIA TOTAL DE JERARQUÍA CATÓLICA, SIN PAPA DESDE EL 9 DE OCTUBRE DE 1958, SIN OBISPOS CATÓLICOS, SIN SACERDOTES CATÓLICOS, RODEADOS DE SIMULADORES, INTRUSOS, INVÁLIDOS, IRRITOS, E ILÍCITOS QUE SE HACEN PASAR POR PASTORES, ANTE LA AUSENCIA DE SACRAMENTOS a excepción del bautismo y el matrimonio con 2 testigos ya que no requieren de ministros ordenados Y CUMPLIDA LA PROFECÍA DE DANIEL DE LA ABOLICIÓN DEL SACRIFICIO PERPETUO O SANTA MISA CATÓLICA predicha para estos tiempos , DEJAMOS ESTa consolación del padre demaris así como un BREVÍSIMO ENSAYO SOBRE LA COMUNIÓN ESPIRITUAL, LA CUAL ANTE LA AUSENCIA DEL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA POR LA PROPIA AUSENCIA DE SACERDOTES, NOS ALIMENTA ESPIRITUALMENTE, e INCLUSO EN SÍ misma es un acto de contrición, también dejaremos el librito de la perfecta contrición llave de oro al cielo de J. Von De Driesch.



Audio: https://youtu.be/N59_qvSz4U8

Los documentos a continuación:

Consolaciones en tiempos de cisma y herejía del Padre Demaris 1790

https://archive.org/details/consolaciones-a-los-fieles-en-tiempos-de-persecucion-cisma-o-herejia

Práctica De La Comunión Puramente Espiritual

Libro 1 y 2

https://archive.org/details/practica-de-la-comunion-puramente-espiri-removed

S.S. Pío XII "Mediator Dei" sobre la sagrada liturgia

https://archive.org/details/laenciclicadessp00cath/page/96/mode/2up?q=

https://archive.org/details/laenciclicadessp00cath/page/206/mode/2up?q=

Santa Eucaristía  Michael Müller 1867

http://www.catholictradition.org/Eucharist/blessed-eucharist11.htm

The prisoners of the King, thoughts on the Catholic doctrine of purgatory

Henry James Coleridge 1882

https://archive.org/details/prisonerskingth00colegoog/page/n282/mode/2up?q=

Concilio de Trento

https://archive.org/details/BRes111445/page/n165/mode/2up?q=

Santo Tomás

https://hjg.com.ar/sumat/d/c80.html

San Antonio María Claret 

https://archive.org/details/comunio-n-espiritual-por-san-antonio-mari-a-claret

Varios

https://archive.org/details/comunion-espiritual

Llave de oro al cielo J. Von De Driesch 1904

https://archive.org/details/consolaciones-a-los-fieles-en-tiempos-de-persecucion-cisma-o-herejia/mode/2up

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Consolaciones a los fieles en tiempos de persecución, cisma o herejía del Padre Demaris año 1790


Introdución

Durante la Revolución Francesa muchos obispos y sacerdotes se negaron a realizar el juramento civil de los principios revolucionarios: libertad, igualdad y fraternidad. A causa de su rechazo —y el del Papa— a la Constitución civil del clero aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente el 12 de julio de 1790, fueron perseguidos, encarcelados y martirizados. Debido a esto el clero fiel —a diferencia del clero constitucional que sí realizó el juramento apóstata— fue asimilado a la contrarrevolución y tras la proclamación de la Primera República francesa en septiembre de 1792 se vio obligado a emigrar, si no quería ser encarcelado.


Muchos sacerdotes fieles son detenidos por no prestar el juramento a la revolución liberal. En las masacres de septiembre, unos 220 sacerdotes y religiosos mueren asesinados en las cárceles, y con ellos tres obispos: Los clérigos fieles que logran salvar la vida se exilian sumándose a los civiles que dejan atrás toda seguridad. Poco después la Convención Nacional decreta la expulsión de todo el clero fiel, bajo pena de muerte si regresaban —se calcula que en 1793 alrededor de un 60% de los sacerdotes que había en Francia tres años antes estaban fuera del país—.


Sin embargo, algunos grupos de sacerdotes seguirán recorriendo Francia, celebrando misas clandestinas, bautizos y matrimonios e incluso algunos obispos ordenando sacerdotes. Los fieles católicos dejan de asistir a las misas válidas de los juramentados, a quienes consideran apóstatas de la fe, y son asistidos de tanto en tanto por los sacerdotes fieles que celebran la Misa en las casas, jugándose la vida.


Miles de católicos, entre los que se encuentran los padres del Santo Cura de Ars no asisten a la parroquias, y el santo cura hace su primera comunión en la casa de sus padres para evitar cometer sacrilegio yendo a las misas válidas de los curas juramentados, que seguían al frente de los templos. La propia María Antonieta manifestó que no recibiría la comunión antes del patíbulo de un cura apóstata juramentado, emulando a nuestro San Hermenegildo, quien se negó a recibir la comunión de un obispo arriano, prefiriendo el martirio (porque dice Santo Tomás, que quien comulga de un hereje comete su mismo pecado) .


Los fieles se quedaron sin sacramentos, pero no sin la gracia de los sacramentos. En este contexto se encuadra la preciosa carta del P. Demarís a sus fieles, que nos sirve de guía ante el momento actual en que todo el clero ha apostatado y ya no profesa la fe perenne católica, sino los principios de desobediencia, 


El padre Demaris que veía a los fieles amenazados de quedarse sin sacerdotes y sin sacramentos, inflamado de la Caridad del Buen pastor, Jesucristo, aunque encarcelado, hizo escribir esta

carta, por requerimiento de ellos y para su consuelo, que contiene una regla de conducta para permanecer en la fe católica. Más adelante, el padre Demaris moriría por la fe.


Consolaciones a los fieles en tiempos de persecución, cisma o herejía del Padre Demaris año 1790


Mis queridos hijos: Situados en medio de las vicisitudes humanas y del peligro propio del estallido de las pasiones, enviáis muestras de caridad a vuestro padre y pedís una regla de conducta. Voy a mostrárosla y a tratar de llevar a vuestras almas el consuelo que necesitáis.


Jesucristo, el modelo de los cristianos, nos enseña con su conducta lo que debemos hacer en los penosos momentos en que nos hallamos. Ciertos fariseos le dijeron un día:


«¡Aléjate de aquí, porque Herodes quiere matarte». Él les respondió: «Id y decidle a esa zorra: -He aquí que estoy expulsando demonios y haciendo curaciones hoy y mañana y al tercer día terminaré. Pero hoy, mañana y pasado tengo que seguir; porque no cuadra que un profeta muera fuera de Jerusalén»


(Lucas 13. 31-33).


Tiemblan vosotros, mis queridos hijos. Todo lo que véis, todo lo que oís, es atemorizador. Pero consolaos: se está cumpliendo la voluntad de Dios. Vuestros días están contados, su Providencia gravita sobre vosotros. Amad a esos hombres que la humanidad presenta como bestias salvajes. Son instrumentos que el cielo utiliza para sus designios y, como un mar enfurecido, no traspasarán el límite prescrito contra las olas que oscilan, se agitan y amenazan.


El torbellino tempestuoso de la revolución que golpea a diestra y siniestra, y los ruidos que os alarman, son las amenazas de Herodes. Que ellas no os aparten de las buenas obras, que no alteren vuestra confianza y no manchen el brillo de las virtudes, que os unen a Jesucristo. El es vuestro modelo y las amenazas de Herodes no lo desvían del curso de su destino.


Sé que corréis riesgo de prisión e incluso de muerte. Os diré pues lo que San Pedro a los primeros fieles:


«Es una gracia que por consideración a Dios se soporten dolores injustamente padecidos. ¿Pues qué gloria hay en ser pacientes cuando obráis mal y os castigan? Pero si sois pacientes cuando obráis bien y padecéis, eso es gracia ante Dios. A eso fuisteis llamados, pues también Cristo padeció por vosotros, dándoos ejemplo a fin de que sigáis sus pasos. El no hizo mal ni se halló engaño alguno en su boca; injuriado, no devolvía injurias; padeció y no amenazaba, y se entregó a quien juzga injustamente»


(I Pedro 2. 19-24).


Los discípulos de Jesucristo, en su fidelidad a Dios, son fieles a su patria, y plenos de sumisión y respeto hacia las autoridades. Abroquelados en sus principios, con una conciencia irreprochable, adoran la voluntad de Dios. No han de huir cobardemente de la persecución. Cuando se ama la cruz, se es audaz para abrazarla y el amor mismo nos regocija.


La persecución es necesaria para nuestra íntima unión con Jesucristo. Puede desatarse a cada instante, pero no siempre tan meritoria ni tan gloriosa. Si Dios no os llama al martirio, seréis como esos ilustres confesores de quienes San Cipriano dice:


«Sin que murieran a manos del verdugo, recibieron el mérito del martirio porque estaban preparados para ello».


La conducta de San Pablo registrada en los Hechos de los Apóstoles (cap. 21) nos da este bello modelo, tomado del de Jesucristo. Camino a Jerusalén se enteró en Cesárea de que allí se expondría a la persecución. Los fieles le rogaron que la evitara, pero él se creía llamado a ser crucificado con Jesucristo, si ésa era su voluntad. Por toda respuesta les dijo: «¿Qué hacéis con lamentaros y acongojar mi corazón? Pues yo estoy dispuesto no sólo a que me apresen sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús».


He aquí, mis queridos hijos, cuáles deben ser vuestras disposiciones. El escudo de la fe debe armarnos, la esperanza sostenernos y la caridad dirigirnos en todo. Si en todo y siempre hay que ser simples como las palomas y prudentes como las serpientes, tanto más cuando somos afligidos a causa de Jesucristo.


Os recordaré ahora una máxima de San Cipriano que, en estos momentos, debe ser la regla de vuestra fe y vuestra piedad: «No busquemos demasiado, dice este ilustre mártir, la ocasión del combate y no la evitemos demasiado. Aguardémosla de la orden de Dios y esperemos todo de su misericordia. Dios requiere de nosotros más bien una humilde confesión que un testimonio demasiado audaz».


La humildad es toda nuestra fuerza. Esta máxima nos invita a meditar sobre la fuerza, la paciencia e incluso la alegría con que los santos sufrieron.


Ved lo que San Pablo dice. Os convenceréis de que cuando uno está animado por la fe, los males no nos afectan más que en lo exterior y no son más que un instante de combate que la victoria corona. Esta verdad consoladora sólo puede ser apreciada por el justo. Así, no os sorprendáis de que, en nuestros días, creamos lo que San Cipriano vio en los suyos, en el curso de la primer persecución: ¡que la mayor parte de los fieles corrían al combate con alegría!


Amar a Dios y no temer más que a El es patrimonio del pequeño número de los elegidos. Este amor y este temor forma a los mártires, desapegando a los fieles del mundo y apegándolos a Dios y a su santa ley.


Para mantener este amor y temor en sus corazones, velad y orad, incrementad vuestras buenas obras y unid a ello las instrucciones edificantes de que los primeros fieles nos dieron ejemplo. Que los confesores de la fe sean familiares para vosotros y glorificad al Señor, al modo como lo hacían los primeros cristianos como nos lo dicen los Hechos de los Apóstoles.


Esta práctica os será tanto más saludable cuanto más privados estéis de los ministros del Señor, que alimentaban vuestras almas con el pan de la palabra. Lloráis a esos hombres preciosos para vuestra piedad. Yo aprecio la pérdida que tuvisteis. Parecéis abandonados a vosotros mismos, pero este abandono, a los ojos de la Fe, ¿no podría seros saludable? La fe es lo que une a los fieles. Al profundizar esta verdad reconocemos que la ausencia corporal no rompe esta unión porque no rompe los vínculos de la fe, sino que más bien la aumenta al despojarla de todo lo sensible.


Como esta pérdida os priva de los sacramentos y de las consolaciones espirituales, vuestra piedad se alarma, se ve abandonada. Por legítima que sea vuestra desolación, no olvidéis que Dios es vuestro Padre y que, si permite que carezcáis de los mediadores instituidos por El para dispensar sus misterios, no cierra por eso los canales de sus gracias y sus misericordias.


Voy a exponéroslas como los únicos recursos a los que podemos recurrir para purificarnos. Leed lo que voy a escribir con las mismas intenciones que yo tuve al escribíroslo. No busquemos más que la verdad y nuestra salvación en la abnegación de nosotros mismos, en nuestro amor a Dios y en una perfecta sumisión a su voluntad.


Vosotros conocéis la eficacia de los sacramentos, sabéis la obligación a nosotros impuesta de recurrir al sacramento de la penitencia para purificarnos de nuestros pecados. Pero para aprovechar de estos canales de misericordia se necesitan ministros del Señor. ¡En la situación en que estamos, sin culto, sin altar, sin sacrificio, sin sacerdote, no vemos más que el cielo! ¡Y no tenemos mediador alguno entre los hombres!…


Que este abandono no os abata. La fe nos ofrece a Jesucristo, ese mediador inmortal. El ve nuestro corazón, oye nuestros deseos, corona nuestra fidelidad. A los ojos de su misericordia todopoderosa somos ese paralítico enfermo hacía treinta y ocho años (Juan, cap. 5) a quien para curarlo le dijo no que hiciera venir a alguno que lo arrojara a la piscina, sino que tomara su camilla y anduviera…


Ahora tenemos un solo talento que es nuestro corazón. Hagamos que fructifique y nuestra recompensa será igual a la que recibiríamos de haber hecho fructificar más. Dios es justo. No pide de nosotros lo imposible. Pero porque es justo pide de nosotros la fidelidad en lo que es posible. Con todo respeto por las leyes divinas y eclesiásticas que nos llaman al sacramento de la penitencia, debo deciros que hay circunstancias en que estas leyes no obligan.


Es esencial para vuestra instrucción y vuestra consolación que conozcáis bien tales circunstancias, a fin de que no toméis el propio espíritu de vosotros por el de Dios.


Si en el curso de nuestra vida hubiéramos descuidado el más pequeño de los recursos que Dios y su Iglesia instituyeron para santificarnos, habríamos sido hijos ingratos; pero si se nos diera por creer que, en circunstancias extraordinarias, no podemos prescindir aun de los mayores de esos recursos, olvidaríamos e insultaríamos a la sabiduría divina que nos pone a prueba y que, queriendo que nos veamos privados de ellos, los suple con su espíritu.


Para exponeros, mis queridos hijos, una regla de conducta con exactitud, relacionaré con vuestra situación los principios de la fe y algunos ejemplos de la historia de la religión que explicitarán su sentido y os consolarán mediante la aplicación que de ellos podáis hacer.


Es verdad de fe que el primero y más necesario de los sacramentos es el bautismo: es la puerta de la salvación y de la vida eterna. Pero el deseo, el anhelo del bautismo es suficiente en ciertas circunstancias. Los catecúmenos sorprendidos por las persecuciones no lo recibieron sino en la sangre que derramaron por la religión. Hallaron la gracia de todos los sacramentos en la confesión libre de su fe y fueron incorporados a la Iglesia por el Espíritu Santo, vínculo que une todos los miembros a la cabeza.


Así se salvaron los mártires. Su sangre les sirvió de Bautismo. Así se salvaron todos los instruidos en nuestros misterios que desearon (según su fe) recibirlos. Así es la fe de la Iglesia, fundada sobre lo que San Pedro dijo: que no puede rehusarse el agua del bautismo a quienes han recibido al Espíritu Santo (Hechos, 10. 47).


Cuando uno tiene el espíritu de Jesucristo, cuando por amor a El quedamos expuestos a la persecución, privados de toda ayuda, agobiados por las cadenas del cautiverio, cuando se nos conduce al cadalso, entonces tenemos en la Cruz todos los sacramentos. Este instrumento de nuestra redención contiene todo lo necesario para nuestra salvación.


San Ambrosio consideró santo al piadoso emperador Valentiniano, aunque murió sin el bautismo, que había deseado, sin poder recibirlo. El deseo, la voluntad es lo que nos salva. «En tal caso, dice este santo doctor de la Iglesia, quien no recibe el sacramento de la mano de los hombres, lo recibe de la mano de Dios. El que no es bautizado por los hombres, lo es por la piedad, lo es por Jesucristo». Lo que nos dice del bautismo este gran hombre digámoslo de todos los sacramentos, de todas las ceremonias y todas las oraciones en los momentos actuales.


Quien no puede confesarse a un sacerdote, pero, teniendo todas las disposiciones necesarias para el sacramento, lo desea y tiene un anhelo firme y constante de él, oye a Jesucristo que, tocado por su fe y testigo de ella, le dice lo que una vez a la mujer pecadora: «Vete. Mucho te está perdonado porque has amado mucho» (Lucas 7. 36-48).


San León dice que el amor a la justicia contiene en sí toda la autoridad apostólica. Expresa con ello la fe de la Iglesia. Esta máxima es aplicable a todos los que, como nosotros, están privados del ministerio apostólico por la persecución que aleja o encarcela a los verdaderos ministros de Jesucristo, dignos de la fe y de la piedad de los fieles. Se aplica sobre todo si somos golpeados por la persecución.


La cruz de Jesucristo no deja mácula alguna cuando se la abraza y se la sostiene como es debido. Pero aquí, en lugar de razonamientos, oigamos el lenguaje de los santos. Los confesores y mártires de África, al escribir a San Cipriano, audazmente le dijeron que volvían con una conciencia pura y límpida de los tribunales donde habían confesado el nombre de Jesucristo. No afirmaban ir a ellos con pura y límpida conciencia, sino volver de allí con ella. ¡Nada hace callar los escrúpulos como la Cruz!


Rodeados por esos extremos que son las pruebas de los Santos, si no pudiéramos confesar nuestros pecados a los sacerdotes, confesémoslos a Dios. Siento, hijos míos, vuestra delicadeza y vuestros escrúpulos. Que cesen y que aumenten vuestra fe y vuestro amor por la cruz. Decíos a vosotros mismos, y con vuestra conducta decid a todos los que os vean, lo mismo que decía San Pablo: «¿Quién me separará de la caridad de Jesucristo?» (Romanos 8.35).


San Pablo estaba entonces en la situación de vosotros y no decía que la privación de todo ministro del Señor, en la que pudiera encontrarse, podía separarlo de Jesucristo y alterar en él la caridad. Sabía que, despojado de todo socorro humano y privado de todo intermediario entre él y el cielo, encontraría en su amor, en su celo por el Evangelio y en la cruz todos los sacramentos y los medios de salud necesarios para acceder allí.


A partir de lo que acabo de decir, fácil os será ver una gran verdad, muy apropiada para consolaros y confortaros: que vuestra conducta es una verdadera confesión ante Dios y ante los hombres. Si la confesión debe preceder a la absolución, aquí vuestra conducta debe preceder a las gracias de santidad o de justicia que Dios os dispense; y es ésta una confesión pública y continua.


La confesión es necesaria, dice San Agustín, porque incluye la condenación del pecado. Aquí lo condenamos tan pública y solemnemente que ella es conocida en toda la tierra. Y esta condenación, que es la causa de que no podamos acercarnos a un sacerdote, ¿no es mucho más meritoria que una acusación de pecados particular y hecha en secreto? ¿No es más satisfactoria y más edificante? La confesión secreta de nuestros pecados al sacerdote nos costaba poco. ¡Y la que hacemos hoy es sostenida por el sacrificio general de nuestros bienes, de nuestra libertad, de nuestro reposo, de nuestra reputación e incluso tal vez de nuestra vida!


La confesión al sacerdote casi no era útil más que para nosotros, mientras que la que hoy hacemos es útil para nuestros hermanos y puede servir para la Iglesia entera. Dios, por indignos que seamos, nos hace la gracia de querer servirse de nosotros para mostrar que ofender la verdad y la justicia es un crimen enorme, y nuestra voz será tanto más inteligible cuanto mayores los males y mayor la paciencia con que los suframos.


El hábito y la facilidad que teníamos para confesarnos, nos dejaba a menudo en la tibieza, mientras que hoy, privados de confesores, uno se repliega sobre sí mismo y el fervor aumenta. Consideremos esta privación como un ayuno para nuestras almas y una preparación para recibir el bautismo de la penitencia que, vivamente deseado, se convertirá en un alimento más saludable.


Intentemos apartar de nuestra conducta, que es nuestra confesión ante los hombres y nuestra acusación ante Dios, todos los defectos que pudieran haberse deslizado en nuestras confesiones ordinarias; sobre todo la poca humildad interior.


Siento, hijos míos, toda la importancia de vuestra solicitud; pero cuando se confía en Dios no hay que hacerlo a medias; sería carecer de confianza el considerar que los recursos con los que Dios llama y conserva son incompletos y dejan algo que desear en el orden de la gracia. En la sabiduría, la madurez y la experiencia de los ministros del Señor encontraban consejos y prácticas eficaces para evitar el mal, hacer el bien y avanzar en la virtud. Nada de eso hace al carácter sacramental, sino a las luces particulares.


Un amigo virtuoso, celoso y caritativo puede ser en esto vuestro juez y vuestro director. Las personas piadosas no iban al tribunal de Dios a buscar sólo instrucciones y luces; se abrían a personas notables por su santa vida en conversaciones familiares. Haced otro tanto. Pero que la caridad más recta reine en este comercio mutuo de vuestras almas y vuestros deseos. Dios os bendecirá y encontraréis las luces que necesitáis. Si este recurso os fuera imposible, descansad sobre las misericordias de Dios.


El no os abandonará. Su espíritu hablará por sí mismo a vuestros corazones mediante inspiraciones santas que os inflamarán y dirigirán a los objetivos augustos de vuestros destinos.


Os pareceré parco en este tema. Vuestros deseos van mucho más allá, pero un poco de paciencia. El resto de mi carta responderá por completo a vuestra expectativa. No puede decirse todo a la vez, sobre todo en tema tan delicado y que exige la mayor exactitud. Continuaré hablándoos como yo me hablo a mí mismo.


Alejados de los recursos del santuario y privados de todo ejercicio del sacerdocio, no nos queda otro mediador que Jesucristo; a El hay que recurrir para nuestras necesidades. Tenemos que desgarrar sin miramientos el velo de nuestras conciencias ante su majestad suprema y, en la indagación del bien y el mal que hiciéramos, agradecerle sus gracias, reconocernos culpables de nuestras ofensas… y rogar enseguida que nos perdone y nos indique los senderos de su voluntad santa (teniendo en el corazón el deseo sincero de hacerlo a su ministro cuando y tan pronto como podamos).


He aquí, hijos míos, lo que llamo confesarse a Dios.¡Hecha bien semejante confesión, será Dios mismo quien nos absuelva! El Evangelio es el que nos lo enseña al proponernos el ejemplo del publicano que, humillado ante Dios, se vio justificado (Lucas 18. 9-14), porque el mejor signo de la absolución es la justicia, que no puede ser apresada porque ella es la que libera. He aquí lo que debemos hacer, en el aislamiento total en que estamos. La Escritura santa nos indica aquí nuestros deberes.


Todo lo que se liga a Dios es santo. Cuando sufrimos por la verdad nuestros sufrimientos son los de Jesucristo, que nos honra con un especial carácter de semejanza consigo y con su cruz. Esta gracia es la mayor fortuna que puede tocarle a un mortal durante su vida.


Así es como en todas las penosas situaciones que nos privan de los sacramentos, la cruz llevada cristianamente es la fuente de la remisión de nuestras faltas, tal como, llevada una vez por Jesucristo, lo fue de las faltas de todo el género humano. Dudar de esta verdad es injuriar a nuestro Salvador crucificado, es no reconocer suficientemente la virtud y el mérito de la cruz.


Los santos Padres observan que el buen ladrón fue criminal hasta la cruz, para mostrar a los fieles lo que deben esperar de esta cruz cuando la abrazan y permanecen ligados a ella por la justicia y la verdad. Jesucristo, al terminar sus sufrimientos, entró al cielo a través de la cruz. Nosotros somos sus discípulos; El es nuestro modelo.


Suframos como El y entraremos en la heredad que nos preparó mediante la cruz.


Pero para ser santificado por la cruz es necesario no ser para sí mismo, sino por entero para Dios. Es necesario que nuestra conducta reproduzca las virtudes de Jesucristo. No basta ahora con que, animados por su amor, reposéis sobre su pecho como San Juan. Es necesario que lo sirváis con firmeza y constancia sobre el Calvario y sobre la cruz. Allí, si al confesaros a Dios, vuestra confesión no es coronada por la imposición de manos de los sacerdotes, lo será por la imposición de las manos de Jesucristo.


¡Mirad sus manos adorables que parecen tan pesadas por naturaleza y son tan ligeras para los que lo aman!… Están tendidas sobre vosotros de la mañana a la noche para colmaros con toda suerte de bendiciones, si por propia iniciativa no las rechazáis. No existe bendición como la de Cristo crucificado cuando bendice a sus hijos sobre la cruz.


El sacramento de la penitencia es para nosotros ahora el pozo de Jacob, cuya agua es excelente y saludable. Pero el pozo es profundo. Desprovistos de todo, no podemos abrevar en él y saciarnos (Juan, cap. 4). Hay incluso guardias que impiden la entrada… He aquí el cuadro de nuestra situación. ¡Veamos la conducta de nuestros perseguidores como un castigo de nuestros pecados!


Es cierto que si pudiéramos acercarnos a ese pozo con fe, encontraríamos allí a Jesucristo hablando con la samaritana. ¡Pero no nos acobardemos! Descendamos hasta el valle de Bethulia, donde encontraremos muchas fuentes no custodiadas, en que podremos saciar tranquilamente nuestra sed. ¡Que Jesucristo habite en nuestros corazones! Que su Santo Espíritu nos inflame y encontraremos en nosotros la fuente de agua viva que suplirá al pozo de Jacob.


En la confesión que hacemos a Dios, Jesucristo, como soberano pontífice, hace por sí mismo de modo inefable, lo que habría hecho en cualquier otro tiempo por el ministerio de sus sacerdotes. Y esta confesión tiene una ventaja que los hombres no pueden sustraernos: ¡por el contrario, es Jesucristo en nosotros quien de nosotros se ocupa continuamente! Debemos hacerla en todo tiempo, en todo lugar y en todas las situaciones posibles. Es cosa digna de admiración y de reconocimiento ver que lo que el mundo hace para alejarnos de Dios y de su Iglesia, nos acerca más a ellos.


La confesión no debe ser únicamente un remedio para todos los pecados pasados; debe preservarnos de todos los pecados por venir. ¡Si reflexionáramos seriamente sobre esta doble eficacia del sacramento de la penitencia, mucho tendríamos que humillarnos y que llorar! Y tanto más abatidos estaríamos entonces cuanto más lento haya sido nuestro avance en la virtud y más hayamos seguido siendo los mismos antes y después de nuestras confesiones.


¡Ahora podemos reparar todas esas faltas, que vienen de una confianza demasiado grande en la absolución y de no haber profundizado lo suficiente en sus llagas!… Obligada ya a gemir ante Dios, el alma fiel se ocupa en considerar todas sus deformidades propias. Allí, a los pies del Salvador y penetrada por el dolor y el arrepentimiento, se queda entonces en silencio, sin hablarle sino por sus lágrimas, como la pecadora del Evangelio, mientras ve de un lado sus miserias y del otro la bondad de Dios.


Se aniquila delante de Su majestad, hasta que ésta disipe sus males con una de sus miradas. Entonces la luz divina esclarece su corazón contrito y humillado y le descubre hasta los átomos que pudieran oscurecerla. Que esta confesión a Dios sea para vosotros es práctica cotidiana, breve pero vivaz, y hacedla cada tanto de una época a otra, como hacéis cotidianamente la del día (en vuestro examen nocturno).


El primer fruto que sacaréis de ello, además de la remisión de los pecados, será aprender a conoceros y a conocer a Dios. El segundo, presentarse siempre ante los sacerdotes, si os fuera posible, ornados con el sello de las misericordias del Señor.


Creo haberos dicho lo que debía, hijos míos, sobre vuestra conducta acerca del sacramento de la penitencia. Voy a hablaros ahora de la privación de la Eucaristía y sucesivamente de todos los temas que me comentáis en vuestra carta.


La Eucaristía, el sacramento del amor, os proporcionó muchas dulzuras y ventajas cuando podíais participar de ella. Pero ahora, que de ella fuisteis privados por defender la verdad y la justicia, las ventajas que tenéis son las mismas. ¿Pues quién habría osado acercarse a esta mesa si Jesucristo no hubiera hecho de eso un precepto y si la Iglesia, que desea fortificarnos con este pan de vida, no nos hubiera invitado a comerlo mediante la voz de sus ministros que nos revestían con la toga nupcial? Pero si comparamos la obediencia por la que fuimos privados de ella con la que a ella nos conducía, será fácil juzgar los méritos respectivos.


Abraham obedece cuando inmola a su hijo y cuando no lo inmola, pero su obediencia fue mucho mayor cuando empuñó la espada que cuando la remitió a su vaina. Nosotros obedecemos al aproximarnos a la Eucaristía, pero al apartarnos de este sacrificio nos inmolamos a nosotros mismos. Alterados por la sed de la justicia y privándonos de la Sangre del Cordero, que es el único que puede saciarla, sacrificamos nuestra propia vida en la medida en que eso está en nosotros.


El sacrificio de Abraham fue de un instante; un ángel detuvo la espada. El nuestro es cotidiano y se renueva todas las veces que adoramos con sumisión la mano de Dios, que nos aleja de los altares; y este sacrificio es voluntario.


Estamos ventajosamente privados de la Eucaristía al elevar el estandarte de la cruz por la causa de Jesucristo y la gloria de su Iglesia. Observad, hijos míos, que Jesucristo, después de habernos dado su cuerpo eucarístico, no opuso dificultad alguna a su muerte por nosotros. He aquí la conducta del cristiano en las persecuciones: la cruz sigue a la Eucaristía ¡Que el amor por la Eucaristía no nos aleje pues de la cruz!


Mostramos y hacemos un glorioso progreso en la gloria del Evangelio cuando salimos del cenáculo para subir al Calvario. Sí, no temo decirlo: cuando la tempestad de la malicia humana atrona contra la verdad y la justicia, es más ventajoso para los fieles sufrir por Jesucristo que participar de su cuerpo sagrado en la comunión.


Me parece oír al Salvador diciéndonos:


«¡Oh, no teman ser separados de mi mesa por la confesión de mi nombre! Es esta una gracia que os hago, que significa un raro bien. Reparad con esta humillación -una privación que me glorifica- todas las comuniones que me deshonraron. Sentid esta gracia: nada podéis hacer sin mí, ¡y yo pongo entre vuestras manos un recurso para que hagáis lo que yo hice por vosotros y me devolváis generosamente lo más grande que os di! Os los di Yo: cuando de ello se os separa por ser fieles a mi servicio, devolvéis a mi verdad lo que de mi caridad recibisteis.


Nada más grande tengo yo para daros y tampoco tenéis vosotros nada más grande para darme. Vuestro reconocimiento por la gracia que os hice, equipara la grandeza del don que os hice. Consolaos si no os llamo a derramar vuestra sangre como los mártires; he aquí la mía para suplirla. Cada vez que os impidan beberla, lo tomaré como si hubierais derramado la propia. Y la mía es infinitamente más preciosa…»


Es así como encontramos la Eucaristía en la misma privación de la Eucaristía. Por lo demás, ¿quién puede separarnos de Jesucristo y de su Iglesia en la comunión, cuando por la fe nos acercamos a sus altares de modo tanto más eficaz cuanto más espiritual y más alejado de los sentidos?


Esto es lo que llamo comulgar espiritualmente, uniéndose a los fieles que pueden hacerlo en los diversos lugares de la tierra. Esta comunión ya os era familiar en los tiempos en que podíais acercaros a la Santa Mesa; conocéis de ella las ventajas y el modo. Por eso no seguiré hablándoos al respecto. Voy a exponeros lo que la Santa Escritura y los Anales de la Iglesia me ofrecen como reflexiones sobre la privación de la misa y la necesidad para los fieles de un sacrificio continuo en tiempo de persecución. Y lo haré brevemente. Prestad, hijos míos, una atención particular a los principios que recordaré. Apuntan a vuestra edificación.


Nada sucede sin la voluntad de Dios. Con un culto que nos permita asistir a misa o privados de él, debemos someternos por igual a Su voluntad santa, ¡y, en cualquier circunstancia, ser dignos del Dios al que servimos!


El culto que debemos a Jesucristo se funda sobre la asistencia que nos da y sobre la necesidad que tenemos de su ayuda. Este culto nos señala deberes como fieles aislados, así como nos los señalaba antes para el ejercicio público de nuestra santa religión.


Como hijos de Dios, según el testimonio de San Pedro y de San Juan, participamos en el sacerdocio de Jesucristo para ofrecer plegarias y anhelos. Si no tenemos el sello del Orden sagrado para sacrificar sobre los altares visibles, no estamos empero sin hostias, porque podemos ofrecerlas en el culto de nuestro amor, sacrificando nosotros mismos a Jesucristo para su Padre sobre el altar visible de nuestros corazones.


Fieles a este principio, recogeremos todas las gracias que hubiéramos podido recoger si hubiésemos asistido al santo sacrificio de la misa. La caridad nos une a todos los fieles del universo que ofrecen este divino sacrificio o que asisten a él. Si el altar material o las especies sensibles nos faltan, tampoco los hay en el cielo, donde Jesucristo es ofrecido de la manera más perfecta.


Sí, hijos míos, los fieles que están sin sacerdotes, por ser, según San Pedro, sacerdotes y reyes, ofrecen sus sacrificios sin templo, sin ministros y sin nada sensible. Sólo hay necesidad de Jesucristo para ofrecerlos, mediante el sacrificio del corazón, donde la víctima debe ser consumida por el fuego del amor del Espíritu Santo. Esto significa estar unido a Jesucristo, dice San Clemente de Alejandría, por las palabras, por las acciones y por el corazón.


Estamos unidos a El por nuestras palabras cuando son verdaderas, por nuestras acciones cuando son justas y por nuestros corazones cuando la caridad los inflama. Entonces digamos la verdad, no amemos más que la verdad; así rendiremos a Dios la gloria que se le debe. Cuando somos veraces en nuestras palabras, justos en nuestras acciones, sometidos a Dios en nuestros deseos y nuestros pensamientos, hablando sólo por medio de El, alabándolo por sus dones y humillándonos por nuestras infidelidades, ofrecemos un sacrificio agradable a Dios, que no puede sernos quitado.


El sacrificio que Dios reclama es un espíritu penetrado de dolor, dice el santo rey David: tú no despreciaras, Dios mío, un corazón contrito y humillado (Salmo 50).


Resta considerar la Eucaristía como viático. Podéis quedaros sin él al morir. Debo ilustraros y preveniros contra privación tan sensible. Dios, que nos ama y nos protege, quiso darnos su cuerpo cuando la muerte se acerca, para fortificarnos en este peligroso pasaje. ¡Al lanzar vuestras miradas al porvenir, viéndoos en vuestra agonía sin víctima, sin Extremaunción y sin ninguna asistencia de parte de los ministros del Señor, os sentís en el más triste y más afligente de los abandonos!


Consolaos, hijos míos, en la confianza que le debéis a Dios. Este Padre tierno verterá sobre vosotros sus gracias, sus bendiciones y sus misericordias, en esos momentos terribles que teméis, con más abundancia que si pudierais ser asistidos por sus ministros, de los que estáis privados sólo porque vosotros mismos no quisisteis abandonarlo.


El abandono y el desamparo en que tememos encontrarnos semejan a los del Salvador sobre la cruz, cuando decía a su Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado”: ¡Ah, qué instructivas son estas palabras! Vuestras penas y desamparo, os conducen a sus gloriosos destinos, haciendo que terminéis vuestra carrera como Jesucristo terminó la suya. Jesús en los sufrimientos, en su abandono y su muerte, se mantenía en la más íntima unión con su Padre. En sus penas y su desamparo mantened la misma unión y sea vuestro último suspiro como el suyo: que se cumpla la voluntad de Dios.


Lo que dije de la privación del viático en la muerte lo diré también de la Extremaunción. Si muero entre las manos de personas que no sólo no me asisten, sino que me insultan, tanto más dichoso seré cuanta más conformidad tenga mi muerte con la de Jesucristo, ¡que fue espectáculo de oprobio para toda la tierra!… Crucificado por las manos de sus enemigos, es tratado como un delincuente, ¡y muere entre dos ladrones!


Era la Sabiduría misma, pasa por un insensato; era la Verdad, pasa por un embustero y un seductor. ¡Los fariseos y los escribas triunfaron sobre El en su presencia! ¡Finalmente se saciaron con su sangre! ¡Jesucristo murió en la infamia del suplicio más vergonzoso y en los dolores más sensibles!


Cristianos, si vuestra agonía y vuestra muerte son para vuestros enemigos ocasión de insulto y de trato oprobioso, ¿cómo fue la de Jesucristo? No sé si el ángel enviado para suplir la dureza y la insensibilidad de los hombres, no lo fue para enseñarnos que en una ocasión así recibimos consolación del cielo cuando las terrenales nos faltan. No sin un designio particular de Dios fue que los apóstoles, que hubieran debido consolar a Jesucristo, permanecieran en un sopor profundo.


Que el fiel no se asombre pues por encontrarse sin sacerdote en su última hora. Jesucristo reprochó a sus apóstoles porque dormían, no porque lo dejaran sin consolación, sino para enseñarnos que, si entramos en el Huerto de los Olivos, si subimos al Calvario, si expiramos solos y sin socorros humanos, Dios vela por nosotros, nos consuela y abastece todas nuestras necesidades.


Fieles que teméis las consecuencias del momento actual, mirad a Jesús. Fíjaos en El, contempladlo. El es su modelo. Nada más tengo que deciros sobre este tema.


Después de haberlo contemplado, ¿teméis todavía la privación de las oraciones y las ceremonias que la Iglesia estableció para honrar vuestra agonía, vuestra muerte y vuestro sepulcro? Pensad que la causa por la que sufrís y morís convierte a esta privación en una nueva gloria y os da el mérito del último rasgo de semejanza posible con Jesucristo.


La Providencia permitió y quiso, para nuestra instrucción, que los fariseos pusiesen guardias en el sepulcro para cuidar el cuerpo de Jesús crucificado; quiso que incluso después de la muerte su cuerpo quedara en manos de sus enemigos, para enseñarnos que por largo que sea el dominio de nuestros enemigos, debemos sufrirlo con paciencia y rogar por ellos.


San Ignacio mártir[2], que con tanto ardor ansiaba ser devorado por las bestias, ¿no prefirió tenerlas por sepulcro antes que al más bello mausoleo? Los primeros cristianos enviados a los verdugos, ¿se afligieron jamás por su agonía y por su sepultura? Ninguno se inquietó por lo que se haría con sus cuerpos. Sí, hijos míos, cuando uno se confía a Jesucristo durante la vida, se confía a él tras la propia muerte.


Jesucristo sobre la cruz y cerca de expirar vio cómo las mujeres, que lo habían seguido desde Galilea, se mantenían alejadas. ¡Su Madre, María Magdalena y el discípulo muy amado estaban junto a la cruz en el abatimiento, el silencio y el dolor!… He aquí, hijos míos, la imagen de lo que veréis: la mayor parte de los cristianos llora a los fieles sometidos a la persecución, pero se mantienen lejos. Algunos, como la Madre de Jesús, se acercan a la víctima inocente que la iniquidad inmola.


Destaco, con san Ambrosio, que la Madre de Jesús sabía, al pie de la cruz, que su Hijo moría por la redención de los hombres y que, deseando expirar con él para el cumplimiento de esta magna obra, no temía irritar a los judíos con su presencia ni morir con su Hijo divino.


Cuando veáis, mis queridos hijos, que alguien muere en el desamparo o bajo la espada de la persecución, imitad a la madre de Jesús y no a las mujeres que lo habían seguido desde Galilea. Compenetraos de esta verdad: que el momento más glorioso y más saludable para morir se da cuando la virtud es más fuerte en nuestro corazón. ¡No debe temerse por el miembro de Jesucristo que esté sufriendo! Asistámoslo, aunque no sea más que con nuestras miradas y con nuestras lágrimas.


He aquí, hijos míos, lo que creí mi deber deciros. Lo considero suficiente para responder a vuestros reclamos y tranquilizar vuestra piedad. He planteado los principios sin entrar en ningún detalle; me parecen inútiles.Vuestras firmes reflexiones los suplirán fácilmente y vuestras conversaciones, si es que la Providencia lo permite, tendrán nuevos deseos.


He de añadir, hijos míos, que no debe afligiros el asombroso espectáculo de que somos testigos. La fe no se compadece con tales terrores: el número de los elegidos siempre es muy pequeño. Sólo temed el que Dios vaya a reprocharos vuestra poca fe y el no haber podido velar una hora con El. Os confesaré sin embargo que la humanidad puede afligirse, pero al haceros esta confesión, os diré que la fe debe regocijarse.


Dios hace bien todas las cosas. Hijos míos, sostened esta afirmación: es la única digna de vosotros. Los fieles mismos la sostenían cuando el Salvador hacía curaciones milagrosas. Lo que El hace hoy es mucho más grande. En su vida mortal curaba los cuerpos; actualmente cura las almas y completa por la tribulación el pequeño número de los elegidos.


Cualesquiera sean los designios de Dios para nosotros, adoremos la profundidad de sus juicios y pongamos en él toda nuestra confianza. Si quiere liberarnos, el momento está cerca. Todos se levantan contra nosotros.


Nuestros amigos nos oprimen, nuestros parientes nos tratan como a extraños. Los fieles que participan de los santos misterios con nosotros son apartados con la sola mirada. No sólo temen decir que, como nosotros, son fieles a su patria, sometidos a sus leyes, pero fieles a Dios; temen decir que nos quieren y hasta que nos conocen.


Si quedamos sin ayuda del lado de los hombres, henos entonces del lado de Dios que, según el profeta-rey, librará al pobre del poderoso y al débil que no tenga ayuda alguna. El universo es obra de Dios. El lo rige y todo lo que pasa está en los designios de su Providencia. Cuando creemos que la deserción va a ser general, olvidamos que basta un poco de fe para devolver la fe a la familia de Jesucristo, como un poco de levadura hace fermentar toda la masa.


Esos acontecimientos extraordinarios, en que la multitud levanta el hacha para abatir la obra de Dios, sirven maravillosamente para manifestar Su omnipotencia.


En todos los siglos se verá lo que vio el pueblo de Dios cuando el Señor quiso, mediante Gedeón, manifestar su omnipotencia contra los madianitas (Jueces 5). Le hizo despachar casi todo su ejército. Sólo se conservaron trescientos hombres, sin armas incluso, a fin de que se reconociera visiblemente que la victoria venía de Dios. El pequeño número de soldados de Gedeón es figura del pequeño número de elegidos viviente en este siglo.


Vosotros habéis visto, hijos míos, con el más doloroso asombro, cómo de la multitud de los que fueron llamados (ya que toda Francia era cristiana), la mayoría, como en el ejército de Gedeón, permaneció débil, tímida, temerosa de perder su interés temporal. Dios los devolvió. Dios sólo quiere servirse en su justicia de quienes se dan por completo a El. No nos asombremos pues del gran número de quienes lo abandonan.


La verdad triunfa, por pequeño que sea el número de quienes la aman y le siguen adictos. En cuanto a mí, sólo tengo un anhelo: el deseo de San Pablo. Como hijo de la Iglesia, añoro la paz de la Iglesia; como soldado de Jesucristo, añoro morir bajo sus estandartes.


Si tenéis las obras de San Cipriano, leedlas, mis queridos hijos. Hay que remontarse sobre todo a los primeros siglos de la Iglesia, para encontrar ejemplos dignos de servirnos como modelo. En los libros santos y en los de los primeros defensores de la fe es donde hay que formarse una idea precisa del objeto del martirio y de la confesión del nombre de Jesucristo. Lo que hay que confesar es la verdad y la justicia, los objetos augustos, eternos, inmutables de la fe.


Es el Evangelio, pues las instrucciones humanas, cualesquiera sean, son variables y temporales. En cambio el Evangelio y la ley de Dios están ligados a la eternidad. Será meditando esta distinción como veréis claramente lo que es propio de Dios y lo que es propio de César, porque, según el ejemplo de Jesucristo, a cada uno se le debe dar con respeto, lo que le corresponde.


Todas las iglesias y todos los siglos concuerdan: no puede haber nada tan santo y tan glorioso como confesar el nombre de Jesucristo. Pero recordad, hijos míos, que, para confesarlo de modo condigno con la corona que deseamos, en los tiempos en que más se sufre es cuando hay que manifestar mayor santidad.


Nada más bello que las palabras de san Cipriano cuando alaba todas las virtudes cristianas en los confesores de Jesucristo:


«Observsteis siempre, les dice, el mandato de nuestro Señor con un vigor digno de vuestra firmeza. Conservasteis la simplicidad, la inocencia, la caridad, la concordia, la modestia y la humildad. Cumplieron con su ministerio con gran cuidado y exactitud.


Trasuntaron diligencia para ayudar a los que tenían necesidad de ayuda, compasión por los pobres, constancia para defender la virtud, coraje para mantener la severidad de la disciplina y, a fin de que nada faltase a los grandes ejemplos de virtud que dieron, he aquí que, mediante una confesión y los sufrimientos generosos, animaron extremadamente a sus hermanos al martirio y les señalaron el camino».


Espero, mis queridos hijos, aunque Dios no os llame al martirio ni a una confesión dolorosa de su nombre, poder un día hablaros como Él hablaba a los confesores Celerino y Aurelio y alabaros más vuestra humildad que vuestra constancia, glorificaros más por la santidad de vuestras costumbres que por vuestras penas y heridas…


En espera de ese feliz momento, aprovechad de mis consejos y sostenéos con mi ejemplo. Dios vela sobre vosotros. Nuestra esperanza tiene fundamento; ella nos muestra o la persecución que termina o la persecución que nos corona. En la alternativa entre una u otra veo el cumplimiento de nuestro destino. Hágase la voluntad de Dios, porque cualquiera sea el modo con que nos libere, sus misericordias eternas se derraman sobre nosotros.


Termino, mis queridos hijos, abrazándoos y rogando a Dios por vosotros. Rogádle por mí y recibid mi bendición paternal, como prueba de mis afectos por vosotros, de mi fe y de mi resignación sincera de no tener otra voluntad que la de Dios .


Fin de la cita


Libro La Santa Eucaristía deMichael Müller

del 8 de diciembre de 1867



CAPÍTULO 11

De la Comunión Espiritual


Una vez que un alma ha comenzado a practicar la Comunión frecuente, ya no puede vivir sin ella.


Incluso si se comunicara todos los días, parecería muy poco. Ella desearía, si es posible, recibir a Nuestro Señor en cada momento. Es el mismo Santísimo Sacramento el que produce este efecto, porque tal es la dulzura de ese Divino Alimento, que los que lo comen todavía tienen hambre y los que lo beben otra vez tienen sed. Es Nuestro Señor mismo quien suscita este deseo en el corazón de los fieles, y Él también ha provisto un medio para satisfacerlo. Mientras estuvo aún en la tierra, no sólo impartió muchas gracias a los que estaban cerca de Él, sino que también realizó muchos milagros a favor de los que estaban lejos.

S T.  CATALINA DE SIENA

De la misma manera, Él ahora no sólo nos otorga muchas gracias cuando realmente entra en nuestros corazones en la Sagrada Comunión, sino que también nos imparte muchas gracias por medio de la Comunión Espiritual. Santa Catalina de Siena, mientras asistía en una ocasión a la Misa de su confesor, San Raymundo, sintió el más ardiente deseo de unirse a Jesucristo; pero como le habían prohibido comunicar, no se atrevió a recibir. Nuestro Señor, sin embargo, fue tan conmovido por el fervor de su amor que hizo un milagro a su favor. En esa parte de la Misa en que el sacerdote parte la Sagrada Hostia en tres pedazos, la porción más pequeña desapareció del altar, voló por los aires y se posó sobre la lengua de Santa Catalina. St. Raymund estaba muy perturbado por la desaparición de la partícula, pero el Santo alivió su ansiedad diciéndole que Nuestro Señor mismo se había complacido en comunicársela en recompensa a su gran deseo de la Sagrada Comunión. Muestra un amor similar hacia todos los que tienen un verdadero deseo de unirse a Él. Tan pronto como un alma desea ardientemente recibir a Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento, Él viene a satisfacer su deseo, no ciertamente como lo hizo con Santa Catalina bajo las especies sacramentales, sino por la vía de la Comunión Espiritual. Esta devoción es tan llena de gracia y de consuelo que es de la mayor importancia que todos sepan practicarla. Por lo tanto, diré una palabra para explicarlo. Tan pronto como un alma desea ardientemente recibir a Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento, Él viene a satisfacer su deseo, no ciertamente como lo hizo con Santa Catalina bajo las especies sacramentales, sino por la vía de la Comunión Espiritual. Esta devoción es tan llena de gracia y de consuelo que es de la mayor importancia que todos sepan practicarla. Por lo tanto, diré una palabra para explicarlo. Tan pronto como un alma desea ardientemente recibir a Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento, Él viene a satisfacer su deseo, no ciertamente como lo hizo con Santa Catalina bajo las especies sacramentales, sino por la vía de la Comunión Espiritual. Esta devoción es tan llena de gracia y de consuelo que es de la mayor importancia que todos sepan practicarla. Por lo tanto, diré una palabra para explicarlo.


La Comunión Espiritual, según Santo Tomás, consiste en un deseo ardiente de recibir a Nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Se realiza haciendo un acto de fe en la presencia de Jesucristo en el Santísimo Sacramento, y luego un acto de amor, y un acto de contrición por haberlo ofendido. El alma entonces lo invita a venir y unirse a ella y hacerla enteramente suya; y, por último, le agradece como si realmente lo hubiera recibido sacramentalmente.


La Comunión Espiritual puede hacerse de la siguiente manera: "Oh Jesús mío, creo firmemente que estás verdadera y realmente presente en el Santísimo Sacramento. Te amo con todo mi corazón, y porque te amo, me arrepiento de Habiéndote ofendido, anhelo poseerte en mi alma, pero como ahora no puedo recibirte sacramentalmente, ven al menos en espíritu a mi corazón, me uno a Ti como si ya estuvieras allí, nunca me apartes de Ti. ."


 Las gracias que se otorgan de esta manera son tan grandes que pueden compararse con las que se imparten por una recepción real del Sacramento.


Un día Nuestro Señor mismo le dijo a Santa Juana de la Cruz que cada vez que se comunicaba espiritualmente recibía una gracia similar a la que recibía de sus Comuniones Sacramentales. También se apareció a Sor Paula Maresca, fundadora del Convento de Santa Catalina de Siena en Nápoles, con dos vasos, uno de oro y otro de plata, y le dijo que en el vaso de oro guardaba sus Comuniones Sacramentales y en el vasija de plata sus comuniones espirituales. Los Padres de la Iglesia llegan a decir que quien tiene un deseo muy grande de Comunión, acompañado de gran reverencia y humildad, puede recibir a veces aún más gracias que otro que, sin estas disposiciones, debería recibir a Nuestro Señor en la especies sacramentales; porque como dice el salmista: "El Señor escucha el deseo de los pobres,


Las ventajas de este modo de Comunión son muy grandes. Para practicarlo, no necesitarás ir a la iglesia ni hacer una larga preparación o permanecer en ayuno; no necesitarás pedir permiso a tu confesor, ni buscar un sacerdote para dártelo como en la Sagrada Comunión. Por eso decía la venerable Juana de la Cruz: "Oh mi Señor, qué excelente modo de recibir sin ser visto ni observado, sin molestar a mi padre espiritual, ni depender de nadie más que de Ti, que en la soledad nutres mis alma y háblale a mi corazón".


Pero la principal ventaja de la Comunión Espiritual es que puede repetirse muy a menudo. Puede recibir la Comunión Sacramental como máximo una vez al día, pero la Comunión Espiritual puede recibirla con la frecuencia que desee. San Alfonso aconseja a quien quiera llevar una vida devota que haga las Comuniones Espirituales en sus meditaciones, en sus visitas al Santísimo Sacramento y cada vez que oiga Misa. Pero debe esforzarse especialmente en multiplicarlas en la víspera de sus Comuniones porque, como El padre Faber, de la Compañía de Jesús, señala que son medios poderosísimos para alcanzar las disposiciones necesarias para una buena Comunión. Los santos eran muy adictos a esta devoción.


La Beata Ángela de la Cruz, monja dominica, acostumbraba hacer cien Comuniones Espirituales cada día y cien más cada noche, y decía: "Si mi confesor no me hubiera enseñado este modo de comunicarme, difícilmente podría En Vivo." Si me preguntas cómo pudo hacer tantos, te respondo con San Agustín: "Dame un amante, y él entenderá; dame un alma que no ame nada más que a Jesucristo, y ella sabrá hacerlo".


Fin de la cita


El Reverendo Henry James Coleridge nos dice en 1882

“Nuevamente, podemos recordar que tenemos el poder de renovar en nuestros propios corazones tan a menudo como queramos los afectos y actos santos. que preparan, acompañan o siguen a la recepción misma de la Comunión, haciendo en cualquier momento del día o de la noche, y muchas veces en cada uno, aquellas comuniones espirituales a las que los Santos han sido tan aficionados. No se puede dudar que nuestro Señor, por Su parte, está siempre dispuesto a coronar con grandes gracias estos tiernos y secretos actos de amor, renovando y confirmando en nosotros los efectos de su misma Presencia Sacramental”


Fin de la cita


SANTO TOMÁS de Aquino:


Es posible alimentarse espiritualmente de Cristo, en cuanto que está presente bajo las especies de este sacramento, creyendo en él y deseando recibirlo sacramentalmente. Y esto es no sólo alimentarse de Cristo espiritualmente, sino también recibir espiritualmente este sacramento. Cosa que los ángeles no pueden hacer. Por consiguiente, aunque los ángeles se alimenten espiritualmente de Cristo, ellos no pueden recibir espiritualmente este sacramento.

[...]

Como se ha afirmado ya, se puede recibir el efecto del sacramento si se desea recibir el sacramento, aunque no se reciba de hecho. Y, por esto, de la misma manera que algunos son bautizados con el bautismo de deseo por el ansia que tienen del bautismo antes de recibir el bautismo de agua, así también algunos reciben espiritualmente este sacramento antes de recibirlo sacramentalmente. Pero esto acontece de dos maneras. Una, por el deseo de recibir el sacramento mismo. Y de este modo se bautizan y comulgan espiritualmente, y no sacramentalmente, los que desean recibir estos sacramentos después de su institución. Otra, figurativamente. Dice, en efecto, el Apóstol en 1 Cor 10,2ss que los Padres antiguos fueron bautizados en la nube y en el mar y que comieron la comida espiritual y bebieron la bebida espiritual. Con todo, no es inútil la comunión sacramental, porque la recepción del sacramento produce más plenamente el efecto del mismo que el solo deseo, como se dijo más arriba hablando del bautismo


Fin de la cita.


CARTA ENCÍCLICA MEDIATOR DEI DEL SUMO PONTÍFICE PÍO XII

Exhortación a la comunión espiritual y sacramental

142. Y así como la Iglesia, en cuanto maestra de la verdad, se esfuerza con todos los medios por defender la integridad de la fe, del mismo modo, cual madre solícita de todos sus hijos, los exhorta vivamente a participar con afán y con frecuencia de este máximo beneficio de nuestra religión.


143. Desea, en primer lugar, que los cristianos —cuando realmente no pueden recibir con facilidad el manjar eucarístico— lo reciban al menos espiritualmente, de manera que, con fe viva y despierta y con ánimo reverente, humilde y enteramente entregado a la divina voluntad, se unan a él con la más fervorosa e intensa caridad posible.


Fin de la cita




CONCILIO DE TRENTO

Cap. VIII. Del uso de este admirable Sacramento.

Con mucha razón y prudencia han distinguido nuestros Padres respecto del uso de este Sacramento tres modos de recibirlo. Enseñaron, pues, que algunos lo reciben sólo sacramentalmente, como son los pecadores; otros sólo espiritualmente, es a saber, aquellos que recibiendo con el deseo este celeste pan, perciben con la viveza de su fe, que obra por amor, su fruto y utilidades; los terceros son los que le reciben sacramental y espiritualmente a un mismo tiempo; y tales son los que se preparan y disponen antes de tal modo, que se presentan a esta divina mesa adornados con las vestiduras nupciales. Mas al recibirlo sacramentalmente siempre ha sido costumbre de la Iglesia de Dios, que los legos tomen la comunión de mano de los sacerdotes, y que los sacerdotes cuando celebran, se comulguen a sí mismos: costumbre que con mucha razón se debe mantener, por provenir de tradición apostólica. Finalmente el santo Concilio amonesta con paternal amor, exhorta, ruega y suplica por las entrañas de misericordia de Dios nuestro Señor a todos, y a cada uno de cuantos se hallan alistados bajo el nombre de cristianos, que lleguen finalmente a convenirse y conformarse en esta señal de unidad, en este vínculo de caridad, y en este símbolo de concordia; y acordándose de tan suprema majestad, y del amor tan extremado de Jesucristo nuestro Señor, que dio su amada vida en precio de nuestra salvación, y su carne para que nos sirviese de alimento; crean y veneren estos sagrados misterios de su cuerpo y sangre, con fe tan constante y firme, con tal devoción de ánimo, y con tal piedad y reverencia, que puedan recibir con frecuencia aquel pan sobresubstancial, de manera que sea verdaderamente vida de sus almas, y salud perpetua de sus entendimientos, para que confortados con el vigor que de él reciban, puedan llegar del camino de esta miserable peregrinación a la patria celestial, para comer en ella sin ningún disfraz ni velo el mismo pan de Angeles, que ahora comen bajo las sagradas especies. Y por cuanto no basta exponer las verdades, si no se descubren y refutan los errores; ha tenido a bien este santo Concilio añadir los cánones siguientes, para que conocida ya la doctrina católica, entiendan también todos cuáles son las herejías de que deben guardarse, y deben evitar.



Cánones sobre los sacramentos en general (canon n.º 4): 

«Si alguno dijere que los sacramentos de la nueva ley no son necesarios, sino superfluos para salvarse; y aun cuando no todos sean necesarios a cada particular, asimismo dijere que los hombres sin ellos, osin el deseo de ellos (sine eorum  voto), alcanzan de Dios, por la sola fe, la gracia de la justificación; sea excomulgado»


EL SACRIFICIO EUCARÍSTICO (SESION 22 )

DOCTRINA SOBRE EL SACRIFICIO DE LA MISA

Cap. VI. De la Misa en que comulga el sacerdote solo.

Quisiera por cierto el sacrosanto Concilio que todos los fieles que asistiesen a las Misas comulgasen en ellas, no sólo espiritualmente, sino recibiendo también sacramentalmente la Eucaristía; para que de este modo les resultase fruto más copioso de este santísimo sacrificio. No obstante, aunque no siempre se haga esto, no por eso condena como privadas e ilícitas las Misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente, sino que por el contrario las aprueba, y las recomienda; pues aquellas Misas se deben también tener con toda verdad por comunes de todos; parte porque el pueblo comulga espiritualmente en ellas, y parte porque se celebran por un ministro público de la Iglesia, no sólo por sí, sino por todos los fieles, que son miembros del cuerpo de Cristo.


Fin de la cita


LA PERFECTA CONTRICIÓN - LLAVE DE ORO DEL CIELO J. Von De Driesch


PREFACIO 


Este pequeño libro es tan valioso como largos tratados, tanto por la soberana importancia de la materia que trata, (una materia por desgracia muy poco conocida por muchos cristianos) como por la abundancia de su doctrina y el interés de su aplicación práctica. “El gran medio de salvación” es el título que San Alfonso de Ligorio dio a un tratadito sobre la oración publicado con muchas otras obras de su pluma. Y era tan grande su confianza en la eficacia y el poder de la oración para asegurar la salvación de las almas, que él habría deseado ver ese librito en manos de todos. Sobre el ejercicio del amor de Dios y la perfecta contrición podemos decir con mayor verdad que son “los grandes medios de salvación”, porque es más íntima y aún más estrecha la conexión entre un acto de caridad o contrición perfecta y la adquisición de la vida eterna, que entre la oración y la salvación. Así, pues, quisiera ver esta obrita, como la del mismo San Alfonso, en las manos de todos, convencido como estoy de que una cuidadosa lectura y la puesta en práctica de sus enseñanzas abrirán la puerta del cielo a una multitud de almas que de otro modo arriesgarían su condenación eterna, y de que aumentará de modo maravilloso la gracias de Dios en quienes han sido fieles desde su bautismo. Cada cristiano debe estar bien instruido sobre la importancia capital del acto de contrición perfecta y de caridad en razón de los inestimables beneficios que tal conocimiento puede brindarnos a la hora de la muerte y permitirnos brindarlo igualmente en el lecho de muerte a algún moribundo a quien la Providencia pudiera guiarnos. Ninguno, aún gozando de buena salud, debe olvidar esta verdad. Pero es sobre todo deseable que cada uno la custodie profundamente grabada en su corazón para las horas de enfermedad y los peligros de muerte. Quiera Dios que este folleto sea distribuido lo más posible por todas partes. No hay duda de que su lectura estará acompañada de abundantes bendiciones. P. AGUSTÍN LEHMKUHL, S.J.


PRÓLOGO 



INTRODUCCIÓN 


Al apreciar el librito “La Llave de oro del cielo”, usted observará, querido lector, experimentará, me supongo, la curiosidad de ver si el contenido corresponde a su título. Posiblemente, la desconfianza lo inspirará y usted se preguntará con duda si esto se trata de fragmentos literarios llenos de sensacionalismo, de esos que han sido calificados: fragmentos infalibles de valor literario y que han circulado en el mercado. No, querido lector, esto se refiere a una llave genuina y tangible y por supuesto, fácil de manejar: es la perfecta contrición. Esta le puede abrir el Cielo, cada día y en cada momento; si usted ha sufrido la desgracia de que se le haya cerrado la puerta del Cielo por causa del pecado mortal, especialmente si a la hora de su muerte, no tiene a su lado a un sacerdote quien es repartidor de la divina misericordia. La perfecta contrición será la última llave, que por la gracia de Dios, le abrirá el Cielo. Sin embargo, para hacer esto, usted debe desarrollar la costumbre de emplearla con eficacia durante su vida. ¡Cuántas almas, gracias a la perfecta contrición, han obtenido la seguridad del Cielo, que sin esta garantía sus almas, irremediablemente, se hubieran perdido! “Si yo fuera capaz de atravesar los campos predicando la palabra divina”, dijo el muy ilustrado y piadoso Cardenal Franzelin, “mi tema de predicación favorita, sería sobre la perfecta contrición”.


¿Qué es contrición? Contrición es un dolor en el alma y odio por los pecados cometidos. Esta debe estar acompañada por un buen propósito, eso quiere decir que debe estar acompañada de una resolución muy firme de corregirnos y de no seguir pecando. Para que la contrición sea real, es necesario que provenga del interior, que provenga de lo más profundo del corazón; no debe ser una simple fórmula pronunciada sin reflexión. Tampoco es necesario demostrarla a través de suspiros y lágrimas. Estas demostraciones pueden ser indicadores, pero no son la esencia de la contrición. La contrición radica en el alma y en la voluntad de huir del pecado y volver a Dios. Además la contrición debe ser general, esto quiere decir que se consideren todos los pecados cometidos, por lo menos, todos los pecados mortales. Finalmente, la contrición debe ser sobrenatural y no solamente natural, pues sería inútil e inservible. Es por esto que la contrición, como todas las cosas buenas, debe provenir de Dios y de su gracia. Solo Dios puede engendrar su gracia en nosotros. Sin embargo, Dios siempre nos concede la gracia necesaria con la condición de que poseamos buena voluntad y sincero y sobrenatural arrepentimiento. Si nuestro arrepentimiento se basa en un motivo de interés, o en razones puramente naturales, (Ej.: males temporales, vergüenza o enfermedad) entonces obtendremos la contrición natural sin ningún mérito. Pero si la contrición es basada en alguna verdad de la fe (Ej.: Infierno, Purgatorio, Cielo, Dios, etc.) entonces seremos dueños de una contrición sobrenatural. Esta contrición sobrenatural puede ser perfecta o imperfecta y aquí hemos llegado a nuestro tema de la perfecta contrición. ¿Qué es la perfecta contrición? En breves palabras, la perfecta contrición está basada en el motivo del amor y contrición imperfecta es basada en el miedo a Dios. Perfecta contrición es aquella que emana del amor perfecto a Dios. Ahora, nuestro amor a Dios es perfecto, si lo amamos por ser Él, infinitamente perfecto, infinitamente hermoso, e infinitamente bueno (amor benevolente) o porque Él nos ha demostrado Su amor de una manera admirable (amor de gratitud). Nuestro amor a Dios es imperfecto, si lo amamos sólo por interés. Del mismo modo, en el amor imperfecto, sólo consideramos los favores recibidos y en el amor perfecto consideramos, por encima de todo, la benevolencia de Aquel que nos concede estos favores. El amor imperfecto hace que, con gran preferencia, nos concentremos en el favor recibido, mientras que el amor perfecto nos hace amar y apreciar el Autor de estos favores, minimizando en sí, sus regalos que por el amor y la bondad, estos favores manifiestan. La contrición emana del amor. Como resultado, nuestra contrición será perfecta si nos arrepentimos de nuestros pecados a causa del amor perfecto hacia Dios, ya sea por benevolencia o por gratitud.


Ésta será imperfecta, si nos arrepentimos de nuestros pecados porque le tenemos miedo a Dios; porque el pecado nos ha hecho perder la recompensa que nos ha sido prometida como: el Cielo; porque nos merecemos el castigo impuesto al pecador como: el Infierno o el Purgatorio. En la contrición imperfecta pensamos solo en nosotros y en los males que el pecado nos trae. En la perfecta nosotros pensamos en Dios, en Su grandeza, en Su belleza, en Su amor, y en Su bondad; consideramos el pecado como una grave ofensa la cual ha sido la causa de muchos sufrimientos soportados para nuestra redención. No solo deseamos nuestro beneficio sino también el beneficio de Dios. Este ejemplo nos ayudará a entender mejor: Cuando San Pedro negó a nuestro Salvador, “y saliendo afuera lloró amargamente” ¿Por qué lloró? ¿Por la vergüenza que tendría que enfrentar delante de los otros Apóstoles? Bajo estas circunstancias, hubiera sentido solo un dolor natural, sin ningún mérito. ¿Sería porque su Divino Maestro lo iba a despojar de su dignidad de Apóstol y de Pastor Supremo o quería hacerle salir de Su Reino? En este caso la contrición hubiera sido buena pero imperfecta. ¡No! En realidad, San Pedro se arrepiente, llora desconsoladamente por haber ofendido a su amado Maestro que es tan bueno, tan santo y tan digno de amor. Él llora desconsoladamente en respuesta a ese inmenso amor, se da cuenta que actuó de una manera muy ingrata hacia el Señor; en eso consiste la perfecta contrición. Ahora, estimado lector, ¿tiene usted el mismo motivo que tuvo San Pedro de detestar sus pecados debido a sus amor, debido a su amor perfecto y debido a su gratitud? Sin duda alguna, los favores de Dios son más numerosos que los pelos en su cabeza y cada favor le debe hacer repetir constantemente las palabras de San Juan: “Amemos a Dios porque Él nos amó primero”. (1 Juan 4:19) ¿Y cuánto Él te ha amado? “Con amor eterno te he amado; he tenido compasión de ti, por eso prolongaré mi cariño hacia ti”. (Jeremías 31:3) Desde toda la eternidad, antes de que aún hubiera huella suya sobre la tierra, Dios había dado una mirada penetrante de amor hacia usted. Él le preparó un alma y un cuerpo, el cielo y la tierra, con la ternura de una madre que ansiosamente se prepara para la llegada del hijo que va a venir al mundo. Es Dios quien le ha concedido la vida; es Él quien le proporciona diariamente las cosas buenas de la naturaleza. Esta razón fue suficiente para que los paganos se dieran cuenta de la perfección del amor de Dios. Esta es aún mayor razón ya que usted que es un cristiano y que posee el amor y la bondad sobrenatural de Dios. A través del profeta Él dice: “tuve compasión de usted”. Dios pensó en usted con compasión durante Su agonía en el Monte de los Olivos al derramar Su sangre debido a los látigos y espinas, al seguir, llevando su Cruz, por el largo y doloroso camino hacia al Calvario; cuando crucificado en la Cruz, Él expiró en medio de horrorosos tormentos. Él pensó en usted con un amor tierno, como si usted hubiera sido la única persona que existiera en el mundo en ese momento. ¿Qué le confirma eso? “Amemos a Dios porque Él nos amó primero”. Además, Dios lo acercó a usted hacia Él por medio del Bautismo, el cual es la primera y gracia primordial de la vida y por la Iglesia, en cuyo seno usted fue incorporado. ¡Cuántas personas han sido capaces de obtener la fe verdadera sólo a través de la intensidad del esfuerzo y del sufrimiento!


En cambio, a usted, Él se la concedió desde la cuna, solo por amor. Dios lo acercó hacia Él y continúa haciéndolo todos los días por medio de los Sacramentos y por la gran infinidad de gracias que Él derrama sobre usted. Usted ha sido sumergido en un océano, el océano de la bondad y del amor Divino y Él desea nuevamente coronar estas gracias acercándolo a Él y concediéndole la felicidad. ¿Qué va a dar usted a cambio por ese gran amor? ¿No es apropiado que usted haga restitución por estas faltas? Entonces, amemos a nuestro Dios pues él nos amó primero. Lleguemos al punto de: ¿Cómo ha respondido usted al amor de un Dios tan amoroso y tan bueno? Sin duda alguna, con gran ingratitud y con sus pecados. ¿Se arrepiente de su ingratitud? ¡Ah, sí! Sin duda alguna, y usted arde en el deseo de enmendar demostrando su amor sin límites. Si, eso es así, usted en este momento posee la perfecta contrición la cual está basada en el amor de Dios y la cual, también, es llamada contrición de amor de Dios o de caridad.En la contrición de caridad existe un nivel, aún más elevado, que consiste en simplemente amar a Dios porque Él es infinitamente glorioso, infinitamente perfecto y es digno de ser amado. Hagamos una comparación: en el firmamento hay numerosas estrellas tan distantes que no podemos percibir y sin embargo son tan inmensas y tan brillantes como el sol que tan gratuitamente nos otorga el calor y la vida. De la misma manera, supongamos que el hombre no haya poseído la gran estrella eterna que es el amor de Dios. Supongamos que Dios no haya creado el mundo ni a ninguna de sus criaturas: Él no sería menos grandioso, menos hermoso, menos glorioso o menos digno de ser amado, porque Él es El mismo y en relación a Él mismo es la máxima Perfección, Bondad y Amor. El sentido de esta fórmula: “estoy arrepentido de corazón… porque Tú eres infinitamente amoroso y lamentas el pecado”. Reflexiona un momento los amargos sufrimientos de Nuestro Salvador. Esta reflexión te hará entender con facilidad y penetra tu corazón. Aquí tienes los medios prácticos para alcanzar la perfecta contrición. II Cómo obtener la perfecta contrición Primero que todo debe recordar que la contrición perfecta es una gracia concedida por la misericordia de Dios. Usted se la debe pedir con todo el corazón. Pídala, no solamente en el momento en el cual desea hacer un acto de contrición, pero con frecuencia. Esto debe ser el objeto de nuestro más ardiente deseo. Por consiguiente, repita con frecuencia: “Mi Dios, concédeme la perfecta contrición por todos mis pecados”. Nuestro Señor le concederá esta petición si El ve en usted su sincero deseo de complacerlo. Así es como usted puede fácilmente hacer un perfecto acto de contrición:


Colóquese delante de un crucifijo, ya sea en la Iglesia o en su habitación e imagínese en presencia de Dios crucificado y en presencia de sus heridas. Medite con devoción por unos momentos y dígase a sí mismo: “¿Quién es el que está clavado en la Cruz? Es Jesús, mi Dios y mi Salvador. ¿Por qué sufre? Su Cuerpo destrozado y cubierto de heridas, muestra los más horribles tormentos. Su alma está cubierta de dolores e insultos. ¿Por qué sufre El? Por los pecados del hombre y también por mis propios pecados. En medio de su amargura, El piensa en mí, El sufre por mí, El desea expiar mis pecados”. Deténgase aquí mientras que las cálidas gotas de sangre de su dulce Salvador caen gota a gota sobre su alma. Pregúntese cómo ha respondido usted a la “Mi Señor y mi Dios, me arrepiento desde lo más profundo de mi corazón de todos los pecados que he cometido durante mi vida pues debido a estos he merecido los castigos de tu Justicia, en esta vida y en la eternidad. Por haber respondido a tus favores con ingratitud; sobretodo porque con mis pecados os he ofendido, Dios mío, que sois sumamente bueno, y merecéis todo mi amor. Finalmente propongo enmendar mi vida y de no volver a pecar. Concédeme la gracia de ser fiel a este propósito. Así sea”. En esta oración expresamos tres motivos de contrición: Primero: Contrición imperfecta y nada nos impide, en efecto, el enlazar estas dos clases de contrición, la primera nos conduce fácilmente a la segunda. 1. “Por éstos he ganado el castigo de tu Justicia…” Esto está relacionado a la contrición imperfecta. 2. “Por haber respondido a tus favores con ingratitud…” Esta es una razón que se aproxima a la contrición perfecta pues si tengo el arrepentimiento sincero de haber respondido al amor de Dios con ingratitud y con mis pecados, por consiguiente, sentiría el deseo de hacer enmienda por mi ingratitud. Aquél que por amor se arrepiente de haber ofendido a su bienhechor, realmente posee la contrición perfecta o contrición de caridad. 3. “Pero especialmente porque por mis pecados te he ofendido…”. Vuelva a leer esta oración y entenderá el significado de estas palabras. En estas verá claramente expresado el amor y la contrición perfecta. Para obtenerla de una manera más eficaz, agregue estas palabras a su acto de contrición, ya sea oralmente o que le salga del corazón: “Pero especialmente porque por mis pecados Os he ofendido por ser Tú infinitamente bueno e infinitamente digno de ser amado. Tú quién eres mi Salvador y que moriste en la Cruz debido a mis pecados”.......y después se llega a la firme resolución: “Resuelvo firmemente enmendar mi vida y de no volver a pecar…” Usted dirá, hacer ésto es muy fácil para otros, pero para mi es algo muy elevado y casi imposible. Cree que es verdad? Cree en esto? III Es difícil hacer un acto de perfecta contrición?


Sin duda alguna, el acto de perfecta contrición es más difícil que el acto de la contrición imperfecta la cual es requerida para la confesión. Sin embargo, no hay nadie que, con la gracia de Dios, se pueda obtener la perfecta contrición si sinceramente la está buscando y la desea. La contrición reside en la voluntad que se tenga y no en los sentimientos, aunque a veces, la intensidad de ésta cause que derramemos lágrimas la darnos cuenta y al aceptar con humildad la gravedad de nuestros pecados. Además, para animarnos, es importante considerar que antes de que Nuestro Señor viviera en la tierra, en la antigua ley, la perfecta contrición fue durante 4.000 años, la única manera de obtener el perdón de los pecados. Ahora, en nuestros tiempos, no existe otro medio de perdón para miles de paganos y herejes. La verdad es que Dios no desea la muerte del pecador. Él no puede desear el imponer una perfecta contrición imposible de obtener. La contrición debe, por el contrario, estar dentro de la posibilidad de todo hombre. Entonces, si muchos desafortunados que viven y que han muerto, han podido obtener esta perfecta contrición aún estando alejados (sin tener culpa alguna) de los torrentes de la gracia y de la Iglesia Católica. ¿No es difícil para usted obtenerla ya que ha tenido la inmensa fortuna de ser cristinao y católico, por consiguiente no es usted el objeto de recibir numerosas gracias y al mismo tiempo de gozar de una mejor preparación religiosa que estos pobres fieles? Profundizando un poco más a menudo, sin sospecharlo, usted ha obtenido la perfecta contrición. Por ejemplo, cuando asiste con devoción a la celebración de la Santa Misa, cuando medita con fervor en el Viacrucis, cuando reflexiona con mucho fervor y piedad ante una imágen de Jesús crucificado o de su Divino Corazón. Solo unas palabras son necesarias para expresar el más ardiente amor y sincera contrición. Algunas se encuentran en las oraciones jaculatorias: “Mi Dios y mi Todo”; “Misericordia mi Jesús”; “Mi Dios, te amo sobre todas las cosas”; “Mi Dios, ten misericordia de mí que soy un pobre pecador”; “Mi Jesús te amo”. IV ¿Qué efectos produce la contrición perfecta? ¡Efectos verdaderamente admirables! El pecador, gracias a la contrición perfecta recibe inmediatamente el perdón de cada una de sus faltas aún antes de confesarse. No obstante, debe hacer la resolución de confesarse en tiempo oportuno; por supuesto, esta resolución está incluida en la contrición perfecta. Cada vez que hace un acto de contrición perfecta, se le remiten inmediatamente las penas del infierno, recobra todos sus méritos pasados, se convierte de enemigo de Dios en su hijo adoptivo y coheredero del cielo. Al justo la contrición perfecta le aumenta y fortalece el estado de gracia. Le borra los pecados veniales que él ha detestado, le aumenta un verdadero y bien entendido amor de Dios. Estos son los efectos maravillosos de la misericordia Divina en el alma del cristiano debidos a la contrición perfecta. Quizás te parezcan increíbles. Sin duda pensarás que en peligro de muerte deberíamos pedir la contrición; pero, es creíble que la contrición perfecta produzca tales afectos a cada momento? Está bien fundada esta enseñanza sobre la contrición perfecta? Respondo que es tan sólida como la roca sobre la que está edificada la Iglesia y tan cierta como la misma Palabra de Dios. En el Concilio de Trento, la Iglesia, al explicar las principales verdades dispuestas por los herejes, declara (Sesión XIV, cap. 4) que la contrición perfecta, que procede del amor de Dios, justifica al hombre y lo


reconcilia con Dios aún antes de la recepción del sacramento de la Penitencia, Ahora, bien, el Concilio no dice en ningún lugar que esto suceda solo en peligro de muerte. Por tanto, la contrición perfecta produce este efecto todas las veces. Además, la Santa Iglesia apoya todo esto en las palabras de Jesús: “Cualquiera que me ama” -y con la contrición perfecta verdaderamente lo amamos- “mi Padre le amará y vendremos a él y haremos mansión dentro de él” (Jn. 14, 23). Dios no puede habitar en un alma manchada por el pecado. La contrición perfecta o contrición de caridad borra por consiguiente los pecados. Tal ha sido siempre la enseñanza de la Iglesia, de los Santos Padres y de sus Doctores: Bayo fue condenado por sostener lo contrario, De hecho, si como hemos dicho hasta ahora la contrición perfecta debe haber producido efectos tan admirables en el Antiguo Testamento, en la era de la ley del temor, tanto más producirá esos efectos en el Nuevo Testamento, donde reina la ley del amor. Pero entonces dirá alguno: ¿si la contrición perfecta borra los pecados, para que confesarlos después? Es verdad que la contrición perfecta produce los mismos efectos que la confesión, ya que la contrición perfecta supone igualmente el firme propósito de confesar los pecados que han sido perdonados. Porque confesar todos los pecados, al menos los mortales, es una ley de Jesucristo y una ley inmutable. ¿Es necesario confesarse lo más pronto posible después del acto de contrición? Hablando estrictísimamente no es necesario, pero yo te urgiría fuertemente a hacerlo. Entonces estarás tanto más seguro de estar perdonado y obtendrás al mismo tiempo las gracias preciosas adjuntas al sacramento de la Penitencia, que se llaman gracias sacramentales. Tal vez ahora estés tentado de decirte: “Si es fácil obtener la remisión de los pecados por medio de la contrición perfecta, no tengo porqué preocuparme por la confesión. Pecaré sin escrúpulo y estaré descargado de la deuda del pecado con un acto de contrición perfecta”. Cualquiera que pensara de este modo no tendría ni una sombra de contrición perfecta. Ese no amaría a Dios sobre todas las cosas, ya que no tendría el serio deseo de romper con el pecado y cambiar de vida, condición requerida por igual para la confesión y para la contrición perfecta. Ese podría engañarse, pero a Dios nunca lo engañaría. Quien verdaderamente tiene contrición perfecta está enteramente resuelto a renunciar al pecado mortal. Se limpiará tan pronto como le fuere posible en el sacramento de la Penitencia y, por su buena voluntad ayudada por la gracia de Dios, se guardará de pecar y se robustecerá más y más en el feliz estado de hijo de Dios. La contrición perfecta es una gran ayuda para todos aquellos que leal y sinceramente quieren recobrar y preservar el estado de gracia, y especialmente para aquellos que caen en pecado por hábito, es decir, que a pesar de su buena voluntad recaen de tiempo en tiempo debido a sus malos hábitos y su propia debilidad. Pero el caso es muy distinto para quienes usan la contrición perfecta como un medio para pecar con impunidad: ellos convierten el remedio Divino del arrepentimiento perfecto en un veneno infernal. No cuentes entre los últimos, mi querido lector, y no permitas que una gracia tan preciosa te haga daño usándola mal. V ¿Por qué es tan importante la contrición perfecta y a veces hasta necesaria? Es importante a lo largo de toda nuestra vida y en el momento de la muerte. Primero y ante todo es importante durante nuestra vida. En realidad, ¿qué hay más importante que la gracia? Ella embellece nuestra alma; la penetra y la transforma en una criatura de nuevo orden haciéndola hija de Dios y heredera del cielo. Ella hace dignos de la vida eterna todos los sufrimientos y trabajos del cristiano, es la varita mágica que todo lo transforma en oro - en el oro de los méritos sobrenaturales. Por el contrario, ¡que hay más triste que un


cristiano en estado de pecado! Todos sus sufrimientos, todos sus trabajos, todas sus oraciones quedan estériles, sin ningún mérito para el cielo. Él es un enemigo de Dios, y si muere así, va al infierno. Por tanto, el estado de gracia es de importancia capital, y es necesario para el cristiano. Si se ha perdido la gracia, se puede recobrar de dos modos: (1) por la confesión, (2) por la contrición perfecta. La confesión es el medio ordinario, pero como no está siempre disponible, Dios ha dado un medio extraordinario: la contrición perfecta. Supongamos que un día tienes la desgracia de cometer un pecado mortal. Después de las preocupaciones del día, en la quietud de la noche se despierta tu conciencia; ella te condena por la fuerza y quedas atormentado. ¿Qué hacer? Pues bien: entonces Dios pone en tus manos la llave de oro que te abrirá las puertas del cielo. Arrepiéntete intensamente de tus pecados por amor a Dios, como que Él es tan bueno y generoso. Por el contrario, cuán digno de compasión es el cristiano que ignora la práctica de la contrición perfecta. Se va a dormir y se levante en estado de pecado mortal. Vive de este modo dos, tres, cuatro o más meses, de año en año, quizás. La noche oscura que lo envuelve no es interrumpida ni por un momento después de una confesión. ¡Triste estado el de vivir casi siempre en pecado mortal, como enemigo de Dios, sin ningún mérito para el cielo, y en peligro de condenación eterna! Otro beneficio: si antes de recibir un sacramento, vale decir, la Confirmación o el Matrimonio, por ejemplo, se recuerda algún pecado no perdonado, la contrición perfecta permite recibir este Sacramento dignamente. Sólo para la Santa Comunión se requiere la Confesión. Aún para un cristiano en estado de gracia, la práctica frecuente de la contrición perfecta es muy útil. Primero, nunca tenemos certeza de estar en el estado de gracia. Ahora bien, cada acto de contrición perfecta aumenta esta certeza. Frecuentemente sucede que nos quedamos perplejos sin saber si hemos consentido o no a la tentación. ¿Qué haremos entonces? ¿Examinar escrupulosamente si hemos consentido o no en la tentación? Tal cosa sería infructuosa. Hagamos un acto de contrición perfecta y soseguémonos. Aun suponiendo que poseyéramos certeza de estar en el estado de gracia, la contrición perfecta nos será muy útil de todos modos. Cada acto de contrición perfecta aumenta la gracia y un gramo de gracia vale más que todos los tesoros del mundo. Cada acto de contrición perfecta borra los pecados veniales que desfiguran el alma; entonces el alma crece mas y mas en belleza. Cada acto de contrición perfecta remite el castigo temporal debido al pecado. Acordémonos de las palabras del Salvador referentes a María Magdalena: “Le son perdonados muchos pecados, porque ha amado mucho” (Lucas 7, 47). Y si este perdón del castigo temporal nos hace apreciar y valorar las indulgencias, buenas obras, limosnas, el primer rango entre obras buenas lo ocupa la caridad para con Dios, que es la reina de las virtudes. Finalmente, con cada acto de contrición perfecta y de amor nuestra alma se fortalece en el bien, y de allí que tenga la firme confianza de obtener la gracia suprema de la perseverancia final. La práctica de la contrición perfecto es entonces muy importante durante nuestra vida, pero especialísimamente en la hora de nuestra muerte y sobre todo si estamos en peligro de muerte repentina. Un día se declaró un gran incendio en una ciudad populosa, y muchos murieron. En medio de los muchos que gritaban en el patio de una casa, un niño de doce años, de rodillas, pedía la gracias de la contrición; después instó a sus compañeros a rezar con él. Enteramente desventurados, quizás le debieron su salvación. Ahora bien, peligros semejantes nos amenazan a cada momento y cuando menos lo pensamos. Se puede ser víctima de un accidente, caer un árbol, ser atropellado por un tren u ómnibus; se puede ser sorprendido por el fuego al dormir; se puede errar un escalón o caer en medio del trabajo. Uno es llevado moribundo. Corren a


buscar un sacerdote, pero el sacerdote llega tarde, y el tiempo es corto. ¿Qué hacer? Hay que hacer inmediatamente un acto de contrición perfecta. Arrepentirse fuertemente por amor y gratitud para con Dios y Jesucristo crucificado. La contrición perfecta será para uno la llave del cielo. No es el caso que sea lícito a cada uno esperar hasta la última hora en la esperanza de quedar libre de todo pecado por medio de un simple acto de contrición perfecta. En realidad, es muy dudoso que la contrición perfecta pueda valer a quienes han abusado de ella para pecar. Los beneficios detallados son principalmente para quienes tienen buena voluntad. “Pero” -alguno me preguntará- “¿tendremos tiempo de hacer un acto de contrición perfecta?” Sí, con la gracia de Dios. La contrición perfecta no requiere mucho tiempo. especialmente si durante la vida se la ha practicado con frecuencia. Lleva sólo un instante hacerlo desde las profundidades del alma. Además, la gracia de Dios es más eficaz al momento de peligro, y nuestra mente está mucho más activa. A las puertas de la muerte los segundos parecen horas. Hablo por experiencia personal. El 20 de julio de 1886 estuve muy cerca de la muerte. Fue cuestión de ocho a diez segundos de dolor, el tiempo que lleva rezar la mitad de un Padrenuestro. En este brevísimo momento, miles y miles de pensamientos cruzaron mi mente. Toda mi vida pasó ante mí con rapidez inimaginable; al mismo tiempo pensé lo que me esperaba después de la muerte. Todo, repito, todo sucedió durante el corto tiempo de medio Padrenuestro. Afortunadamente mi vida quedó a salvo. Dios lo quiso así de modo que pudiese escribir La llave del cielo. ¡Y bien! Lo primero que hice en tal peligro fue lo que nos enseñaron en el catecismo - un acto de contrición- y recurrir a Dios buscando su protección. Fue verdaderamente entonces cuando aprendí a amar y atesorar debidamente la contrición perfecta. Después la hice conocer y apreciar dondequiera tuve la oportunidad. ¡Qué pérdida para la gente no entender mejor su importancia en este último momento! Todos se alborotan; no entienden las lágrimas y llantos; pierden la cabeza; van a buscar al médico o al sacerdote; traen agua fresca y todos los remedios que guardan escondidos. Y mientras el enfermo agoniza quizás ninguno tiene compasión de su alma inmortal; ninguno le sugiere hacer un acto de contrición perfecta. Si te encuentras en una situación semejante, corre al lado del moribundo y, presentándole, de ser posible, de manera calma y serena la imagen de Jesús crucificado, dile con voz segura y firme que piense y repita de lo más hondo de su alma lo que estás por decirle. Luego recítale lenta y claramente el acto de contrición, aun cuando parezca que el enfermo no entiende ni capta nada. Habrás hecho un bien supremo con que te ganarás su gratitud eterna. Aún si estás tratando con un hereje, ayúdalo en sus últimos momentos de la misma manera. No es necesario hablarle de la confesión. Úrgelo a hacer un acto de amor a Dios y a Jesús crucificado recitándole lentamente el acto de contrición. VI ¿Cuándo se debe hacer un acto de contrición? Si me has seguido atentamente hasta este punto, querido lector, déjame pedirte esto; por Dios y por tu alma, no dejes pasar una noche sin hacer un acto de contrición junto con tus oraciones. Seguramente no es pecado omitir




alguna vez, pero lo que te ofrezco es consejo bueno y útil. No me digas que el exámen de conciencia y la contrición perfecta son buenos para los sacerdotes y las almas perfectas; no digas: “No tengo tiempo; ¡a la noche estoy demasiado cansado!”. ¿Cuánto tiempo necesitas? Media hora? Quince minutos? No, pocos minutos bastarán. Es que no dices algunas oraciones ya estando acostado? Bien: después de rezar, piensa unos minutitos en tus faltas y los pecados del día y recita lenta y fervorosamente, a los pies del crucifijo, el acto de contrición. Empieza esta noche, y no te arrepentirás. Si tuvieres la desgracia de cometer un pecado mortal, no te quedes en ese estado. Levántate por medio de la contrición perfecta. Levántate al punto, o al menos durante tus oraciones de la noche, y sin tardanza ve a confesarte. Finalmente, querido lector, tarde o temprano la hora de la muerte tocará para ti, y si, Dios no lo quiera, llega inesperadamente, ya conoces el remedio, sabes dónde encontrar la llave del cielo. Si tienes tiempo de prepararte, que tu última acción sea un acto de amor a Dios, tu Creador, tu Redentor, tu Salvador, un sincero y perfecto acto de contrición por todos los pecados de tu vida. Cumplido eso, arrójate en los brazos de la misericordia divina. Y ahora te dejo, querido lector. Relee este librito, y ponlo en práctica. Aprecia la contrición perfecta. Practica este preciosos medio de obtener la gracia, que la providencia ha puesto en tus manos. En suma, la verdadera llave del cielo. ACTO DE CONTRICIÓN Para alcanzar de Dios misericordia El exemo, Ilmo. y Rmo. Sr.D. Fr. Joaquín Company, Arzobispo de Valencia, concedió 80 días de indulgencia a quien lo rezare con la posible devoción, rogando por los fines de la Santa Iglesia. Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, por ser vos solo quien sois, mi bien, mi amparo y mi consuelo; por ser la misma bondad, y nuestro fin, ab aeterno, por quien redimido he sido y en quien gloria eterna espero; a vuestros pies humillado, con los suspiros más tiernos una y mil veces suplico, queráis perdonar mis yerros. A vos acudo, Señor, a vos que sois el bien nuestro, confiando he de alcanzar el perdón que ansioso espero. A vos todos mis gemidos (tiernas lágrimas vertiendo) inclinar quiero, Señor, pues solo sois mi embeleso. Verdad es que os ofendí; verdad es, yo lo confieso; mas de haberos agraviado, ya mil veces me arrepiento. No mireis, Señor, la ofensa, sino mirad el afecto, con que después del agravio a vos, Dios mío, me vuelvo. De vos, Señor, el alivio solicito y el remedio; no os olvidéis de mi llanto, ni desprecies mis lamentos. Que si son muchas mis culpas, no es ningún desdoro vuestro el perdonarlas, al verme a vuestras plantas gimiendo. Y no me mueve otra cosa para el dicho sentimiento, que el ver, Dios mío, sois vos un Señor tan Santo y Bueno; un Señor tan Poderoso, que criaste en un momento el ser solo del no ser y toda la tierra y el cielo. Atended, Señor, que soy un humilde esclavo vuestro, a quien ser primero disteis en el campo damasceno.


Yo pues humilde os suplico, perdonéis mis desaciertos, que si hasta ahora, Señor, pesar no tuve de hacerlos; ya en adelante confío, ayudado de vos mismo, no volver a pecar más, ni cometer algún yerro. Ya el dejar mis torpes vicios, Dios mío, también prometo; asistidme con la gracia; no despreciéis mis anhelos. Sé que mucho os ofendí por palabra y pensamiento, y que mil maldades hice ante el divino Ser vuestro; pero os doy palabra ya de dejar mis devaneos, y serviros a vos solo de mi vida todo el tiempo. Palabra os doy, Señor mío, de dejarme todo aquello que no es de vuestro agrado, y con que sé que os ofendo. Dejaré perpetuamente de mi gusto los objetos, porque sé que os ofendí solamente con tenerlos. Y aunque en dejar estas cosas, no os tendré bien satisfecho; con dejarlas de mi parte, cuanto pueda haré alo menos. Y no pretendo, Dios mío, ni algo más de vos espero, que conseguir el perdón de mis pecados y yerros. Ea pues, bondad inmensa, Dios infinito y eterno, inclinad vuestros oídos a los llantos con que os ruego. Perdonadme las ofensas, mi Bien, mi Dios, mi consuelo; que los agravios que os hice, con toda el alma los siento. No dilatéis el perdón, ni me alarguéis el remedio, que aunque tibio en el pedir, os lo pido con afecto. Mirad, Señor, quien soy yo, y mirad quién sois Vos mismo, y vereis que yo soy nada, siendo vos un Dios inmenso. Y aunque yo, por ser tan poco, más con la culpa os ofendo, no por eso la piedad, Dios mío, quitaros puedo. Con que siendo Vos piadoso, siendo Santo, siendo bueno, por más que os haya ofendido, el perdón de vos espero. A Vos pues, Dios y Señor, de lo interior de mi pecho represento en vivas ansias mis suspiros y lamentos. Y si hasta ahora he tenido, como loco, mil tropiezos, confío que en adelante he de huir de todos ellos. Misericordia, Dios mío, compasión en vos espero; no neguéis vuestros auxilios, pues de veras os lo ruego. Dadme, Señor, vuestra gracia que es el más seguro medio para alcanzar cuanto pido, cuanto suplico y espero. Oración de Santa Gertrudis Para antes de la confesión Dulcísimo Jesús que movido de amor y deseo de la humana salud, instituisteis el Sacramento de la Penitencia para remedio y consolación de los miserables pecadores, y para que con su virtud pudiésemos ser lavados de nuestras culpas y recuperar la gracia perdida: yo, miserable pecador, habiendo delinquido de varias y muchas maneras, y afectado mi alma con toda suerte de fealdades, me vuelvo a Vos, y con firmísima esperanza del perdón de mis pecados, recibiré ahora ese Sacramento de bondad y misericordia. Y así, a los pies del sacerdote, que está en lugar de vuestra Majestad, me acusaré, con toda humildad y el dolor posible de mi alma y corazón, de todas y cada una de mis culpas, que me han venido a la memoria, sin callar advertidamente, algún pecado mortal, por más feo y torpe que fuere; deseando que los que se me han olvidad, queden también incluidos en esta mi confesión. Todos mis pecados, Señor, que tenéis bien conocidos, confieso a Vos como Sumo Sacerdote y Pontífice máximo entre todos y en presencia vuestra y de toda la corte celestial, me proclamo traidor y reo del crimen de lesa Majestad Divina. Ea, Padre clementísimo, suplico os digneis mirar con aquellos ojos de piedad con que mirasteis a vuestro Hijo postrado en tierra, orando en el huerto y sumamente dolorido por los pecados de todos los hombres, y oíd mis ruegos con que os pido el perdón de todas mis culpas. Para suplemento de esta contrición, que no es tan grande como debería, os ofrezco todo el vehementísimo dolor que sintió en su Corazón vuestro Unigénito en el tiempo de su mortalidad, doliéndose de todas las maldades del mundo, especialmente cuando en el monte de los Olivos, con la vehemencia de aquél dolor, sudó sangre hasta regar la tierra, suplicándoos, que con ella laveis mi alma de todas sus culpas, y la hermoseéis con la blancura de la divina gracia. Así sea.

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