S.S.Benedicto IX
Había muerto el papa Juan XIX en el mes de mayo del año 1033; y en el discurso del mismo año fue elevado a la santa sede con el nombre de Benedicto IX, por las intrigas y liberalidades de Alberico, conde de Tusculi, un muchacho de doce años poco más o menos, hijo de este conde, y sobrino de los papas Benedicto VIII y Juan XIX. Sin embargo, los padres Labbe y Cossart dan a Benedicto unos diez y ocho años, y se fundan para ello en que san Pedro Damiano echa en cara a este pontífice su inmoralidad desde el momento en que ocupó la silla apostólica. El mismo santo hace notar que los papas tales como Benedicto IX, han sido siempre impuestos a la Iglesia, la cual no los ha reconocido sino para evitar el cisma, desorden más deplorable aún en sus resultados, que las malas costumbres de un pontífice. Por lo demás, se debe observar, como un beneficio especial de la Providencia, que bajo los papas viciosos ó ineptos no se han visto turbaciones ni herejías, y que antes bien la Iglesia ha gozado de una tranquilidad que no tuvo bajo los pontífices más sabios y santos: tan cierto es que si el Señor permite a pilotos indignos que se pongan a gobernar la navecilla de Pedro, él mis mo se hace entonces cargo de dirigirla.
Benedicto IX, igualmente despreciable por su ligereza y por sus costumbres, que por el modo con que ocupó la silla apostólica, miró con mucha indiferencia las virtudes y la canonización de los santos, como que eran objetos muy distantes de sus ideas: por lo que hasta el mes de noviembre del año 1042 no se hizo solemnemente la de san Simeón, después de haber enviado el papa con su decreto un legado al país donde había fallecido. Este es el segundo ejemplar indubitable de canonizaciones pedidas a la santa sede, porque en los tiempos anteriores, después de examinar cada obispo las virtudes y los milagros de las personas que en sus respectivas diócesis morían en olor de santidad, permite que se las diese un culto religioso. Pero como muchas veces se anticipaban los pueblos al juicio y declaración de los obispos, se temió que esta ligereza pudiese degenerar en superstición; y a fines del siglo X, se reservó a la silla apostólica el derecho de decidir sobre un objeto de tanta importancia. Luego que fue canonizado san Simeón, fundó el arzobispo de Tréveris en el lugar de su retiro y de su sepultura una iglesia colegiata, que subsiste todavía.
Benedicto IX se había visto antes en muchos apuros con motivo de su conducta escandalosa, llegando a tal extremo el desprecio y la indignación pública, que en el año 1038 le arrojaron de su silla los Romanos. Pero fue restituido a ella en aquel mismo año por el emperador Conrado, que había pasado a Italia para disipar las turbulencias que la desolaban por todas partes. Habiéndose internado hasta Monte-Casino, no pudo contener las lágrimas al oír la relación que le hicieron los monjes de los males que por espacio de doce años les estaba causando Pandulto, príncipe de Capua, el cual tenía preso a su abad Teobaldo, se había apoderado de todas sus haciendas, cuya administración había puesto en manos de sus criados, y redujo a tal miseria aquel monasterio opulento, que el dia de la Asunción no tuvo vino para las misas. No perdonó ningún medio el religioso emperador, para que en lo sucesivo no volviese a experimentar semejantes vejaciones una comunidad tan respetable, en que se contaban doce santos desde el principio de aquel siglo. Hecho esto, se restituyó Conrado a Alemania, y murió de repente en Utrecht el dia 4 de junio de 1039, después de haber reinado cerca de quince años como rey de Germania, y algo más de doce con el título de emperador, que recibió con la corona imperial, del papa Juan XIX, el dia de Pascua 26 de marzo del año 1027. Las leyes y decretos que publicó en el imperio, dieron motivo a que se le mirase como autor del derecho escrito acerca de la feudalidad. Este príncipe dió también ocasión al establecimiento del reino de Nápoles, permitiendo a los Normandos que se estableciesen en la Pulla. Sucedióle su hijo Enrique III, llamado el Negro, y coronado rey un año antes de la muerte de su padre.
Después del fallecimiento del emperador Conrado, se hizo más odioso que nunca el papa Benedicto con sus excesos y violencias. En un príncipe secular de su rango y de su edad, el mundo no se hubiera escandalizado de su conducta: pero en un papa, la misma juventud era un escándalo, y lo que en aquel hubiera sido una calaverada, en este era una infamia. Cansados los Romanos de tantos desórdenes, arrojaron otra vez a Benedicto de Roma, a principios del año 1044, duodécimo de su pontificado, y pusieron en su lugar a Juan, obispo de Sabina, que tomó el nombre de Silvestre III. Mas expulsar a Benedicto, no era deponerle: y Silvestre, por lo tanto, no fue sino un anti-papa. Su intrusión no duró más que tres meses, después de los cuales logró Benedicto ser restituido a la silla con el auxilio de sus parientes. Pero continuando en vivir escandalosamente, y viéndose despreciado del clero y del pueblo, se resolvió a dejar una dignidad cuyo carácter y respeto no le permitían entregarse a sus vicios con toda la libertad que él deseaba. Para facilitar esta cesión, se le dió una suma de dinero, y fue puesto en su lugar al arcipreste Juan Gracian ó Graciano, con el nombre de Gregorio VI. Tal es la narracion del papa Víctor III, en los diálogos que escribió a fines de aquel siglo sobre los milagros de san Benito.
Habiendo pues abdicado voluntariamente el papa Benedicto IX, se retiró a sus tierras fuera de la ciudad. Hernan Contract, que escribía por este mismo tiempo, dice en el mejor de sus textos: Los Romanos expulsan a Benedicto por sus crímenes, y establecen temerariamente papa à un tal Silvestre, a quien Benedicto arroja en seguida de su silla con ayuda de sus partidarios; después, ocupando la santa sede, él mismo renuncia espontáneamente el papado, y permite que se ordene en su lugar a Graciano, bajo el nombre de Gregorio. Othon de Frisinga, que escribió un siglo más tarde, dice haber sabido de los Romanos, que el piadoso sacerdote Graciano, viendo el estado deplorable de la Iglesia y lleno de celo por socorrerla, fue a ver a Benedicto y a Silvestre, y persuadió a los dos a que se retirasen a la vida privada, mediante una pensión, y que a causa de esto los ciudadanos de Roma eligieron a este presbítero por soberano pontífice, considerandole el libertador de la Iglesia de Dios, y le nombran Gregorio VI . Finalmente, el monje Glaber, autor de aquel mismo tiempo, después de haber hablado de la expulsión de Benedicto, termina su historia con estas palabras: Se puso en su lugar un hombre muy piadoso y de una santidad reconocida, llamado Gregorio, romano de nacimiento, cuya buena reputación reparó todo el escándalo que había causado su predecesor (4). Combinando con atención estos diversos testimonios, se ve claramente que el presbítero Juan Graciano era un santo hombre, que movido de su celo por Dios y por su Iglesia, persuadió al papa Benedicto a abdicar; que la abdicación de este papa fue voluntaria; que la módica pensión de mil quinientas libras que se le concedió, no tiene nada de simoniaca, puesto que muchos concilios de los primeros siglos asignaron pensiones a los obispos mismos que acababan de deponer; y en fin, que Gregorio VI fue canónicamente elegido, en consideración a su virtud y al servicio que acababa de prestar a la Iglesia. Así pensaba ya entonces de Gregorio VI un juez tan competente, san Pedro Damiano, abad de Font-Avellane, personaje altamente distinguido por su mérito. Entre tanto, el 'inconstante Benedicto IX, cuya veleidad y ligereza no tiene ejemplo, y el intruso Silvestre lil, continuaban tomando el título de papas; de modo que ostensiblemente Roma contaba tres pontífices a un mismo tiempo. En este estado se hallaban las cosas, cuando Enrique el Negro, rey de Germania, bajó a Italia en 1046, con ánimo de remediar tantos desórdenes.
EL CONCILIO DE SUTRI
Cerca de Navidad hizo celebrar un concilio en Sutri, ciudad inmediata a Roma. Se han perdido las actas de este concilio, pero se ha publicado hace poco el resumen que de ellas hizo en aquel tiempo Bonizon, obispo del mismo Sutri. Héle aquí: Gregorio VI fue invitado a asistir el, y presidió al clero de Roma, a los patriarcas, metropolitanos, obispos y abades reunidos en gran número. El rey por su parte también asistió. En este concilio se examinó en primer lugar el estado de la Iglesia romana, sobre el cual se acordó por unanimidad que Silvestre III fuese excluido de la silla apostólica como intruso, condenado a perder la dignidad episcopal y sacerdotal, y a ser encerrado por el resto de sus días en un monasterio. Tocante a Benedicto IX, como había abdicado el episcopado y se había retirado a la vida privada, no se tomó resolución alguna particular. En seguida se pasó al examen de la elección de Gregorio VI; mas por respeto hacia él, el concilio manifestó solamente el deseo de que tuviese a bien exponer él mismo la manera en que había tenido lugar su elevación al trono pontificio. El papa condescendió a esta petición, y refirió sin disfraz cómo habiendo reunido mucho dinero por la confianza y liberalidad de los fieles dolorosamente contristado por el estado deplorable de la Iglesia, lo había empleado para librarla del yugo de los patricios. Habiendo oído el concilio esta explicación, tomaron la palabra algunos obispos é hicieron ver respetuosamente al papa, que deslumbrado por los artificios del diablo había dado la mano, aunque con puras intenciones, a cosas que en manera alguna podían ser justificadas, no pudiendo jamás llamado santo lo que había sido ganado por el tráfico. Mientras que los obispos hablaban de este modo, le cayeron al papa de los ojos una especie de escamas; y tomando la palabra, dijo: Yo tomo a Dios por testigo sobre mi alma, de que creía obtener la remisión de mis pecados y la gracia de Dios con lo que he hecho; más al presente que reconozco las astucias del antiguo enemigo, aconsejadme lo que debo hacer. Los obispos respondieron: «Pensad vos mismo en esto allá en vuestro corazón. Vale más vivir pobre y ser enteramente rico con san Pedro, por cuyo amor habéis hecho estas con que brillar ahora entre las riquezas, y perecer eternamente con Simón Mago. Este lenguaje de la verdad y de la caridad movió el corazón del papa; levantóse de su silla, depuso él mismo las insignias de su dignidad, y en presencia de todos los asistentes, pronunció tras sí la sentencia de condenación. Yo Gregorio, dijo, siervo de los siervos de Dios, juzgo que en razón del vergonzoso tráfico y de la herejía de Simón, que, por la astucia del antiguo enemigo, se deslizó en mi elección, debo ser separado del pontificado romano. ¡No os parece vosotros así? preguntó a los obispos; y estos contestaron: Lo que à vos os place, otros lo confirmamos .
Hallándose así vacante la silla apostólica, vino a Roma el rey Enrique con los obispos que habían asistido al concilio de Sutri, y de unánime consentimiento, así de los Romanos como de los Alemanes, se eligió Papa a Suidgero, sajón de nacimiento obispo de Bamberg. Tomó el nuevo papa el nombre de Clemente II, fue consagrado el día de Navidad, y en el mismo día dió la corona imperial al rey Enrique y a la reina Inés. Clemente, que aunque extranjero, había sido elegido como más digno del pontificado que todos los Romanos, trató desde fuego de acreditar con las obras la buena opinión en que le tenían, y especialmente con su celo contra la simonía, que era el abuso más escandaloso de aquellos tiempos. Pero no ocupó la santa sede más que nueve meses y medio, pues murió a 9 de octubre de 1047, no en Alemania, como han creído algunos historiadores, fundados en el viage que hizo a aquel país en el corto espacio de su pontificado, sino según el exacto Muratori, en la abadía de santo Tomás de Aposelo en Italia, cerca de Pésaro. Entonces volvió Benedicto IX a ingerirse en el pontificado, y se mantuvo en él hasta que habiéndose arrepentido de veras en el mes de julio del año siguiente, llamó al abad de la Gruta de la Herradura, cerca de Tuscali, y movido de los consejos de este santo, el cual estaba dotado de un talento eminente la conversión de los pecadores, comprendió que solo debía tratar ya de hacer penitencia, y renunció para siempre su dignidad.