A favor de estas circunstancias y de cierta rivalidad hacia los teólogos de Órdenes religiosas que permanecían firmemente adictos a los romanos Pontífices, se había despertado en el clero secular el espíritu de oposición contra los que en unos se manifestó con más violencia que en otros. Durante todo el siglo XV, la mayoría de la Facultad teológica mostró franca oposición a la tesis de que únicamente Pedro y sus sucesores han recibido su autoridad inmediatamente de Jesucristo, que tuvo muchos defensores entre los teólogos regulares. La teología de París, por el contrario, sostenía que la potestad episcopal se deriva inmediatamente de Dios. Con suma frecuencia y por muy diversos motivos se tomaron providencias contra los teólogos dominicos, por ser los que más enérgica y recta oposición hicieron a las teorías que pretendía implantar un numeroso partido de doctores, y a veces también por traspasar los justos límites de la prudencia.
De esta manera apareció cada vez más vacilante y confusa la fe en el origen divino del primado y de su potestad, y la misma fuerza de las circunstancias parecía llevar a la conclusión de que el Concilio general está por encima del Pontífice, que la Iglesia universal tiene facultad, no solo para juzgarle, sino que también para nombrarle y destituirle, y que era forzoso que la letra de la ley se sometiese al imperio de la necesidad. Se empezó asimismo a aplicar, como lo hizo Enrique de Langenstein (Núm. 54), los principios consignados en la Política de Aristóteles a la constitución de la Iglesia, y se trató de rehuir la observancia de las disposiciones canónicas, escudándose en cierta «Epikeia» con lo que se hizo otra cosa que volver a las teorías de Marsilio y Occam, que habían allanado el camino a los revolucionarios eclesiásticos.
Historia de la Iglesia
Tomo IV
Tomo IV
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