VACANTIS APOSTOLICAE SEDIS

"Quod si ex Ecclesiae voluntate et praescripto eadem aliquando fuerit necessaria ad valorem quoque." "Ipsum Suprema Nostra auctoritate nullum et irritum declaramus."

EL ESPEJO DE LA CRUZ (VII)

CAPITULO 6 - Debemos amar a Cristo, como Él nos amó, y con gran amor.


Por lo tanto, conforme a lo que hemos dicho sobre el modo del amor de Cristo hacia nosotros, así debe ser nuestro amor a Él. Pero la primera perfección no la podemos tener, es decir amar a Dios gratuitamente y sin obligación, porque le estamos obligados por una deuda: por la bondad y el amor que nos ha mostrado.


La segunda perfección, es decir amar a Dios puramente, sin consideración de la propia utilidad, bien podemos alcanzarla, y por eso dice san Bernardo: “El amor puro no es mercenario, el amor puro no aumenta por una esperanza”. Y ciertamente así conviene: porque si el hombre mira el propio gozo o la propia utilidad, ya no responde al amor que se le ha dado, y no ama a Dios por su bondad, sino más bien como la meretriz para su propio gozo, o como el avaro por la ganancia, y como el hombre ama a los animales, pues no los ama por ellos sino por la utilidad que saca de ellos.


Por eso dice san Agustín, que quien sirve a Dios y pide algo distinto de Él, no lo ama a Él, sino que ama lo que espera y le pide. Por eso los santos dicen que el amor tiene cuatro grados: el primer grado, como dice san Agustín, es el amor natural, por el cual por algún instinto de la naturaleza todo hombre bueno o malo ama a Dios, es decir ama la bienaventuranza, la cual no se encuentra sino en Dios. Y como dice Boecio: todos lo hombres buscan la felicidad por un deseo natural; pero muchos yerran buscándola allí donde no está, es decir en las creaturas y no en el Creador.


El segundo grado del amor es cuando el hombre comienza a ver el camino de Dios, y a conocer su necesidad y a sentir la misericordia de Dios y su bondad y beneficios, y a amarlo en cuanto conoce que es útil y necesario. De esto dice el Salmista: “Te amaré, Señor mío, ya que Tú eres mi fortaleza, mi refugio y mi libertador”. Este amor es bueno en algo, porque ya empieza a verse que el hombre reconoce a Dios como benefactor, y pone en Él la esperanza; pero sin embargo no es perfecto, porque no piensa en Dios por pura caridad sino por su propia necesidad, y ama a Dios para sí mismo y no para Dios.


El tercer grado de amor es cuando el hombre ama a Dios encontrando en ello gozo y consuelo. Este amor es bueno en cuanto aparta al hombre de los consuelos del mundo, y lo hace gozar en Dios; pero no es fuerte y perseverante ya que, cesando el gozo y sobreviniendo alguna tribulación, se quebranta y no permanece firme. De este modo amaba san Pedro a Cristo antes de su pasión. Por eso cuando Cristo le dijo a él y a los otros: ¿queréis apartaros? Pedro respondió y dijo: “Señor, ¿adónde nos iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna”, pero no queremos irnos, tanto nos deleitan tus palabras. Y cuando Cristo se transfiguró y mostró su gloria, san Pedro tanto se embriagó de dulzura, que dijo: “Señor, qué bueno es estar aquí, levantemos aquí tres tabernáculos, uno para ti, uno para Moisés y uno para Elías”. Y como dice el Evangelio, “No entendía lo que decía”. Tampoco cuando Cristo dijo: “Vayamos a Jerusalén”, temiendo san Pedro que Cristo fuera asesinado, por dulzura de amor le dijo: “¿Acaso no sabes tú, Señor, que hace pocos días los Judíos quisieron lapidarte?”. Y le aconsejaba que no fuese; y por esas palabras Cristo lo reprendió duramente.


Por lo dicho se muestra que san Pedro amaba a Cristo muy dulcemente. Pero luego, cuando llegó el tiempo de la pasión, y como si no recordara las palabras dichas, lo negó y juró que no lo conocía.


De semejante amor dice san Bernardo: “Sabiendo muchos que estás lleno de gozo, ¡oh buen Jesús!, quieren ir a Ti, y quieren seguirte en los gozos y las consolaciones, pero no te quieren seguir en las tribulaciones. Pero ciertamente que están engañados; ya que, como dice el apóstol Pablo: “Quien no participa de las tribulaciones, no será partícipe de las consolaciones”. Por eso quien quiera ver a Cristo bienaventurado en el cielo, que siga la huella de la humildad que Él dejó en este mundo”.


El cuarto grado de amor es perfecto; por lo tanto quien ama con amor puro y casto, buscando la gloria y el honor de Dios y no su propio mérito, éste ama por la bondad del mismo Dios y está contento de que Dios reciba honor de él, aún con daño propio. Por eso dice san Pablo: “Sea Cristo glorificado en mí, sea por muerte o por vida, que yo viva o muera, Dios tendrá honor”.


De esta perfección nos dio ejemplo Cristo cuando dijo: “Yo no busco mi gloria, sino la gloria de mi Padre, que me ha enviado”. Por eso cuando san Pedro trató de convencerlo de que no fuera a Jerusalén, para que no lo mataran, Jesús se mostró turbado y dijo: “¡Apártate Satanás! ¿No quieres que beba el cáliz que me dio mi Padre?”. Como diciendo: quiero obedecer y honrar a mi Padre Dios, aún con todo daño y muerte.


En este grado estaba Moisés cuando rogó a Dios y dijo: “Señor, o Tú perdonas al pueblo que ha pecado, o Tú me borras del libro de la vida en el cual me has inscripto”. Y decía esto porque no le parecía que Dios obtuviera más honor matando al pueblo que perdonándolo. Y esto se muestra por lo que decía: Señor, te ruego que no des motivo a los infieles para maldecir: pues dirán que por malicia y engaño Tú has conducido al pueblo al desierto para matarlo, y que la finalidad de conducirlo hacia la tierra prometida se demostraría que es falsa. Y aunque Dios le dijo: “Déjame matarlos: yo te haré Señor de un pueblo más grande”, no lo aceptó. Y dijo que no quería porque no miraba al honor propio, sino al honor de Dios. Y aunque Dios perdonó al pueblo por los ruegos de Moisés, éste, movido por el celo de Dios, recorrió el campamento con su gente y mató a veintitrés mil de los que habían hecho adorar al becerro, tal como se lee en el Éxodo.


Y además cuando Dios le dijo que subiese al monte y mirase la tierra prometida, luego le dijo que quería que muriese allí y no entrase en ella, humildemente responde, no excusándose ni pidiendo más tiempo de vida, sino solamente se preocupó por el pueblo y dijo: “Señor, después de que me des muerte, complácete en cuidar al pueblo y de dotarlo de un pastor bueno y santo que los lleve a la tierra prometida, y que no quede tu pueblo sin pastor”. Y en esto se muestra que no se preocupaba de sí mismo, sino del honor de Dios y de la salvación del prójimo.


Por eso san Pablo decía a sus discípulos: “Para mí es mejor irme de esta vida, pero es necesario que yo me quede por vosotros”; y así, por caridad del prójimo y por el honor de Dios, aunque con pena para él, quería permanecer en la carne. Y también san Pablo cuando dijo: “Yo deseaba ser apartado de Dios para la salvación de los Judíos”; esto lo consideraba porque le parecía que Dios ganaría más y tendría más honor salvando muchas almas de Judíos, que la suya propia. Y por amor de Dios soportaría voluntariamente el infierno, para que Dios fuera honrado en la salvación de muchos prójimos.


Por este amor Ezequiel y Daniel y otros profetas, acompañaron al pueblo de Dios en cautiverio, cuando fueron apresados. Y aunque ellos no fueron apresados, fueron al cautiverio por propia voluntad, para confortar y reprender al pueblo, para que no se apartara de Dios y fuera constante en las tribulaciones para ejemplo de aquellos paganos con los cuales debían convivir.


De este amor dice san Bernardo: “¡Oh virtud de las virtudes, oh puro y eficaz afecto, por honor de Dios querer, con Pablo ser apartado de Dios, con Moisés borrado del libro de la vida, con Ezequiel entrar en prisión, con Job ser compañero de dragones; y hasta, si fuese posible, entrar en el infierno para mayor gloria de Dios. Y quien fuese al infierno con esta caridad, no sentiría ni castigo ni pena; ya que, como dice san Bernardo: “en el infierno no arde sino la mala voluntad”.

Continuará...