La Reforma, tanto en Inglaterra como en el continente, basó la autoridad de los Tudor y de los príncipes alemanes en el llamado derecho divino para combatir la autoridad divina del Papa.
San Roberto Belarmino (1542-1621), el gran teólogo jesuita del siglo XVI, defendió la soberanía del pueblo contra la teoría del derecho divino a que se agarraba el déspota Jacobo I de Inglaterra. Según él, la ley natural o divina que creó el poder político en general, pone a este, no en manos de un individuo o de un rey, sino en la multitud o en el pueblo, considerado como una unidad política.
El derecho a gobernar no está vinculado a una forma particular de gobierno (León XIII, Immortale Dei), sino que es determinado por el consentimiento del pueblo o por la ley de las naciones. «Es incumbencia del pueblo —dice el Papa— elegir para sí, bien un rey, bien un cónsul o cualquier otro magistrado; y si hay razones que lo justifiquen, el pueblo puede cambiar la forma de gobierno, de aristocracia en democracia, y viceversa».
Y termina citando a Santo Tomás, según el cual, «los dominios humanos y los principales no son de derecho divino, sino humano».
Otro teólogo eximio de aquel período, el jesuita Suárez (1548-1617), fue de la misma opinión que Belarmino, y condenó la teoría del derecho divino de Jacobo I, llamándola «doctrina nueva y peregrina, inventada para exaltar el poder temporal y empequeñecer el espiritual». Ahora bien: como no hubo ningún escritor inglés que favoreciese la democracia en todo el período que corrió entre Lutero y Suárez, es razonable creer que la concepción de un gobierno demócrata les vino a los ingleses por los escritos de Suárez y Belarmino, y dígaselo otro tanto de los Estados Unidos.
En el siglo XVII se inició una reacción contra la teoría y práctica protestantes de despotismo por derecho divino, y se volvió a admitir, al menos en parte, la teoría medieval de los derechos naturales, soberanía popular y libertades de los gremios y cuerpos municipales.
Rev. Bertrand Louis Conway
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