AAS VOL.50 PAG.161
Deseamos que sea tratado por vosotros, párrocos y predicadores, un segundo punto en la misión, y desde luego empeñando la fuerza de vuestra paternal presunción.
La vida, también la propia, pertenece exclusivamente a Dios, y nadie puede renunciar a ella sin cometer gravísimo pecado.
Vosotros comprendéis que Nos referimos al demasiado gran número de suicidas, intentados o realizados, en la vuestra y en otras ciudades, perpetrados, se puede decir, por gentes de todas las clases sociales, sin excluir ninguna edad, incluso aquella en que se presenta más luminosa la esperanza de la vida eterna. Cuando, hojeando las crónicas ciudadanas -y sucede frecuentemente, vuestra mirada tropieza con la noticia de uno de estos desgraciadísimos casos, una terrible duda debería asaltar vuestra conciencia sacerdotal: hemos hecho nosotros, pastores de almas, lo bastante para meter en los corazones la fe y la esperanza cristianas? ¿Para inspirar el valor en la adversidad, la paciencia en las enfermedades, la confianza en la Providencia, la fuerza espiritual contra tanta vileza; para sacudir saludablemente las tentativas de tan insana sugestión?
El suicidio no es sólo un pecado que excluye las normales vías de la divina misericordia, sino que es también señal de la ausencia de la fe o de la esperanza cristianas.
Enseñad, por tanto, a vuestros fieles el horror de este delito, educadlos para soportar las desventuras, atemorizadlos, si es necesario, para su salvación con aquellos argumentos divinos y humanos que la moral católica expone ampliamente. Haced todo lo posible para impedir que se extienda esta plaga social. La lucha contra el suicidio entra de lleno en los deberes del ministerio sacerdotal.
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