Rev. Bertrand Louis Conway
¿No son iguales todas las religiones? ¿No son los diversos credos algo accidental, conteniendo todos ellos lo sustancial para salvarse?
En esta objeción se aboga francamente por el indiferentismo, la enfermedad más común en el día de hoy. Para el indiferente, la religión es algo así como la Policía, cuyo fin es tener a raya a los descontentos, o como una desembocadura por la que se da salida a las emociones de sentimentalistas píos. El indiferente se hará lenguas de todas las religiones, alabándolas por los hombres ilustres que han producido; defenderá tenazmente que la educación y la urbanidad piden tolerancia para todos los credos e ideologías; condenará implacablemente a la Iglesia católica por intolerante y dogmática, que exige obediencia a sus definiciones bajo pena de excomunión.
Las religiones dice el indiferente son caminos que llevan al cielo; tomar éste o aquél es cosa accidental.
Al indiferente lo encontraréis en todas partes. En los campos de la enseñanza es un laico que se maravilla de que los católicos hagamos esfuerzos por tener escuelas aparte donde podamos educar a nuestros niños religiosamente; en política es un defensor acérrimo de la separación de la Iglesia y el Estado, y no quiere que éste tenga religión; en cuestiones sociales defiende mil principios subversivos y vocifera que la Iglesia no debe meterse a legislar sobre el matrimonio, el divorcio, la inmoralidad, etc. La Iglesia católica condena el indiferentismo en términos inequívocos y le declara el mayor de los enemigos contra la religión. Un hombre que odia a la Iglesia católica porque ha sido imbuído falsamente en toda clase de calumnias contra ella, no es un enemigo temible. Basta que estudie imparcialmente y a fondo la doctrina católica para que, si es sincero, se convierta, como San Agustín, de impugnador en panegirista. Será otro Saulo convertido en San Pablo, el apóstol por excelencia. Pero un hombre que dice que Dios es indiferente a la verdad, porque él lo es, y se gloría de haber fabricado una religión de manga ancha, en la que caben todos los credos e ideologías..., ése difícilmente reaccionará, hasta el punto de someterse con humildad a las enseñanzas infalibles de la Iglesia católica.
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Decir que todas las religiones son iguales es un error. Dos proposiciones contradictorias no pueden ser verdaderas; si una lo es, la otra tiene que ser falsa. Ejemplos: hay un solo Dios; hay muchos dioses; Jesucristo es Dios: no lo es; Mahoma fue profeta: fue un impostor; Jesucristo no permitió el divorcio: lo permitió. Una de dos, o la primera proposición es verdadera, o la segunda; pero las dos verdaderas o las dos falsas, eso no puede ser. Decir, pues, que todas las religiones son verdaderas o que sus diferencias no son esenciales, es negar la verdad objetiva al estilo de los pragmatistas. Si eso fuera cierto, el hombre debería cambiar de religión como cambia el corte del traje, según las modas o las circunstancias. Uno debería ser católico en Italia, luterano en Suecia, mahometano en Turquía, budista en China y sintoísta en el Japón. Esta perniciosa doctrina está expresamente condenada por Jesucristo, que envió a sus apóstoles a predicar una doctrina definitiva: «... enseñándoles a cumplir todo lo que os he encargado» (Mateo, XXVIII, 20) y condenando al infierno a los que rehusen aceptar las enseñanzas apostólicas (Marcos, XVI, 16). Predijo, además, que muchos tergiversarían su doctrina, pero los desenmascaró para siempre diciendo: «Guardaos de los falsos profetas que vienen vestidos con pieles de oveja, pero por dentro son lobos rapaces» (Mateo, VII, 15).
La historia del cristianismo nos muestra cuán opuesto es al verdadero espíritu de Jesucristo este indiferentismo material divulgado por los deístas ingleses y por los racionalistas franceses del siglo XVIII.