CAPITULO 3 - Cómo Cristo nos ama sin ninguna consideración de su propia utilidad
La segunda noble condición del amor de Dios, que es puro, es que no solamente no nos ama por haber recibido algún beneficio, sino que ni siquiera mira a algún beneficio que pueda recibir, sea un servicio o bien un gozo que pueda encontrar en nosotros. Porque si Él pudiese recibir utilidad alguna, o más gozo que no tuviese antes, ya no sería Dios perfecto ni bienaventurado. Y por eso dice el Salmista: “Tú eres mi Dios, y no tienes necesidad de nosotros ni de nuestro bien”.
Y esto es lo que quiso dar a entender a los discípulos cuando dijo: “Después que hayáis hecho aquello que os ordeno, decid que sois siervos inútiles”, como diciendo: de todos los bienes que hacéis, yo no recibo ninguna utilidad. Quien bien entiende todos los mandamientos de Dios, se da cuenta de que Dios no nos ordena ni nos prohíbe nada para sí mismo, sino para nosotros; ya que como dice san Gregorio, “a Dios nuestro mal no lo perjudica, y nuestro bien no lo beneficia”. Y por este motivo, a Job le fue dicho por aquel amigo que creía que Job murmuraba contra Dios: “Si tú hicieras el bien, ¿qué le darías?, y si hicieras el mal, ¿en qué lo dañarías?”. Como diciendo: haciendo el bien nada le agregas, y en nada lo perjudicas haciendo el mal. Y por eso agrega y dice: al hombre lo daña su propia malicia y lo favorece su propia bondad.
También esto demostró Cristo, cuando habiéndose apartado de Él algunos discípulos, dijo a los que permanecieron: “Y vosotros, ¿también queréis partir?”. Como diciendo: quien se quiera ir, mire lo que está haciendo; porque vuestra permanencia no me es útil ni vuestra partida me es dañina.
Todo lo contrario es el amor del hombre, porque no se encuentra quien quiera mostrar amor al prójimo sino por la propia utilidad. Por eso vemos que ni el marido ama a la mujer, ni el padre a los hijos, sino en cuanto le redunda en honor, o bien en utilidad o en consuelo. Pero nadie crea que por su propio mérito alcanzará el paraíso, es decir por el servicio que le haga a Dios. Porque Dios no corona a los santos por el servicio que haya recibido, sino solamente por la gracia. Por eso dice el Salmista: Él nos corona por misericordia. Y también dice san Agustín, que es por la gracia que nosotros hacemos el bien, y por la gracia seremos coronados. Como dice san Pablo: no son condignos los padecimientos de esta vida con aquella gloria que Dios nos dará.
Por eso dice san Juan en el Apocalipsis: yo Vd. que los santos coronados se quitaban las coronas y las ponían a los pies de nuestro Señor que estaba sentado; para significar que de Él, y no por propio mérito, tenían aquellas coronas y aquella gloria, que Cristo mereció por su santa pasión. Y en esto consistió su amor puro, porque murió para darnos e introducirnos en su bienaventuranza, ya que Él por sí mismo la tenía, aún sin haber sido crucificado.
Porque gran afrenta y gran injuria hace el hombre dejando de amar a Dios (que tan puramente nos amó para nuestra utilidad y no para la suya propia) para amar a los hombres, que no pueden ni saben amarnos; la amistad de ellos se nos vuelve en daño, porque ellos no aman sino por su propia utilidad.
Continuará...