Que si los presentados para obispos recibiesen de los cabildos la administración y gobierno de sus Iglesias, la confirmación vendría a ser ilusoria, y degradada la autoridad pontificia. Esta reflexión es calificada por el autor de fuerza nada más que aparente, y de que prueba demasiado: porque si así fuese, se deduciría que la Iglesia y los papas, que han permitido a los electos fuera de Italia esa administración, y el Concilio de Letrán, que los autoriza, han incurrido en el mismo error, y permitiendo esta práctica en varios países y circunstancias, han cometido una falta. Esto sí que es contestar en apariencia. Precisamente es este uno de los argumentos más fuertes que se oponen a los nombramientos de que ahora se trata.
Es una verdad de fe que sin la misión divina, sin la institución canónica, ninguno puede ni lícita ni válidamente ejercer el ministerio episcopal, ni encargarse del gobierno de la Iglesia, ni adquirir jurisdicción alguna en ella: y que el ingerido sin esta misión en el ministerio es un verdadero intruso y ladrón de las ovejas de Jesucristo, como el mismo Salvador lo apellida.
También es una verdad de fe que el romano pontífice es quien, por derecho propio, tiene las llaves del aprisco o redil, y el único que hoy puede conceder esa misión o institución, que habilita para el ejercicio del ministerio episcopal.
Pues bien: cuando el papa, sea por la causa que fuere, bien por no reconocer el patronato del que nombró, o por otro motivo cualquiera; cuando el papa, digo, niega la institución canónica, cuando no permite se despachen las bulas apostólicas de la confirmación,
¿No es hacerla ilusoria, condecorarse con la prerrogativa más importante del obispado, cual es la jurisdicción, mendigada del cabildo, que contra la voluntad del jefe de la Iglesia no puede concedérsela?
¿No es darle a entender que sin necesidad de su anuencia, y contra su voluntad, se creen competentemente autorizados para administrar, regir y gobernar el obispado, en que les colocó el poder civil o la autoridad de su gobierno?
¿No es un desprecio de la Silla Apostólica?
¿No es eludir, frustrar y dejar sin efecto las intenciones del sumo pontífice?
¿No es atentar contra las leyes santas de la Iglesia y su actual vigente disciplina?
¿No es oscurecer y destruir los principios de la misión divina? ¿No es despreciar y reducir a nada la autoridad de la Silla Apostólica?
Así lo afirma expresamente el santísimo padre Pío VII en el citado breve al vicario capitular de Florencia. Oigamos sus palabras, cuando habla de estos vicariatos y previene contra ellos al cabildo de aquella Iglesia. Porque sería (dice) un atentado contra las santísimas leyes de la Iglesia, y contra su actual disciplina, que se dirigiría manifiestamente a oscurecer y destruir los principios de la legítima misión, y a despreciar y aniquilar la autoridad de la Silla Apostólica.
Vengan ahora nuestros adversarios con ese fárrago de hechos contra derecho, dignos de reprobación, y con ese catálogo importuno de citas de escritores mal traídos y peor aplicados.
Los principios que la fe nos enseña son eternos e inmutables, y la verdad siempre es la misma, sin que pueda desmentirse. Por lo que hace al nimis probans, que le ocurrió al autor del escrito, no tiene lugar en la decretal de Inocencio III, ni por ella queda ilusoria la confirmación, ni menos se envilece la autoridad pontificia. Allí se trata de los electos en concordia: aquí de los presentados a la Iglesia por los patronos. Allí interviene la autoridad del papa y del Concilio de Letrán, que autorizan: aquí la potestad civil de quien se teme, y cuyo temor y respeto doblega la voluntad de los cabildos. Allí la unanimidad de sufragios garantiza la idoneidad y relevantes prendas del electo; aquí se...