CAPITULO 11 - Cómo la Cruz atrae y ordena nuestro odio.
Después de que el amor está ordenado y atrae para amar a Cristo crucificado, consecuentemente se ordena el odio para odiarse a sí mismo y despreciarse. Ya que, conocida la bondad de Dios por medio de la cruz, comienza el hombre a conocerse a sí mismo, y cómo su malicia fue causa de la cruz de Cristo, y cómo antes se amaba a sí mismo odiando todas las cosas por medio de las cuales el hombre se une con Dios, (porque como dice san Bernardo, el hombre hubiese querido que Dios no supiera, no quisiera ni pudiera castigar sus pecados, y en toda tribulación murmuraba contra Dios); y así, ya que el hombre se volvió contra sí mismo, y tiene odio contra sí mismo, está contento de todas sus tribulaciones por amor a la justicia de Dios, y está contento de que Dios quiera, pueda y conozca sus pecados. Y comienza a juzgarse a sí mismo, haciendo áspera y dura penitencia y odiando ofender al Dios altísimo.
Por eso dice san Ambrosio que no se hace perfecta penitencia sino en el odio al pecado y en el amor de Dios; demostrando en esto que la penitencia hecha por temor no es perfecta. Y por eso dice san Agustín: “En vano se considera vencedor del pecado quien por temor no peca”. Como diciendo: Aunque por fuera no realice el mal, por la mala voluntad que reina dentro, seguiría realizándolo si no temiese la pena.
Hablando de esta materia san Agustín dice: “Dos amores han construido dos ciudades: la ciudad de Jerusalén, es decir la vida eterna, realiza el amor de Dios con odio y desprecio de sí mismo; la ciudad de Babilonia, es decir el infierno, realiza el amor propio con desprecio y odio de nuestro Señor Dios”. Por lo tanto, después que el hombre está transformado totalmente en el altísimo Dios por medio del amor, edifica esta ciudad de Jerusalén amando a Dios con odio de sí mismo, y odiando no las tribulaciones sino la culpa y la causa de la culpa. Y por esta verdadera y perfecta contrición, llora la ofensa a Dios y no el daño ni la propia pena. Antes bien está contento con la pena, odiando y abominando la culpa. Como dice David en el Salmo, después que hubo comenzado a reconocer su culpa: “Tuve odio y abominación por la iniquidad, y amor por tu ley”. Y dice luego: “Estoy preparado para toda flagelo, y el dolor de mi culpa está siempre ante mí”. Y en otro pasaje dice: “Tengo odio por la iniquidad, y a todos aquellos que te odian les tengo un odio perfecto”.
Perfecto odio es, dice san Gregorio, tener odio por la mala obra del hombre, y amar la naturaleza (que es buena) y la imagen de Dios en el hombre, y después esforzarse en purificarla del pecado. Y dice que perfecto odio es odiarse a sí mismo tal como estuvo en la malicia, y amarse a sí mismo tal como estuvo en la bondad. Por lo tanto, del amor ordenado nace el odio ordenado, es decir que por amor a Cristo crucificado odiar la culpa y combatirla, y castigarla en sí mismo y en los otros, si tienes que hacerlo por oficio propio. Por eso dice san Agustín que la penitencia es una venganza del ánimo contra sí mismo, que quiere vengar la ofensa a Dios, por la cual se duele.
Lo contrario corresponde a los hombres con mala predisposición, que tienen odio a la pena; y peor aún, que tienen odio a Dios y a todo lo que es contrario a su malicia, y aman la culpa y a sí mismos con desprecio de Dios. Pero, como dice el salmista: “Quien ama la iniquidad tiene odio a su propia alma”, porque si él no hace juicio de sí mismo en esta vida, será juzgado sin misericordia en la otra. Por eso dice san Pablo: “Si nosotros mismos nos juzgáramos, no seremos juzgados por Dios”.
Y por eso dice Agustín: “Que suba el hombre al estrado de su mente, y haga un juicio dentro de sí. Que la conciencia acuse, que la memoria dé testimonio, que el miedo alegue si él es malhechor, que la razón dicte sentencia, y que el dolor lo ejecute y hiera, para que salga sangre de la herida por las lágrimas del alma contrita”. Por lo tanto, el odio de sí mismo, que nace del amor de Dios, hace hacer al hombre perfecta penitencia. Y porque en la cruz está el remedio contra el pecado, por eso conozca el hombre la gravedad de su pecado y lo muy peligroso que es; y comience a dolerse y a huir de todo consuelo.
Continuará...