Puesto que a los Romanos Pontífices, en el Bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, les fue entregada por Nuestro Señor Jesucristo la plena potestad de apacentar, regir y gobernar la Iglesia universal; la paz y la unidad de la misma Iglesia serían fácilmente puestas en grave peligro si, vacante la Sede Apostólica, sucediera algo en la elección del nuevo Pontífice que pudiera hacerla incierta o dudosa.
Para evitar tan funesto peligro, muchos de Nuestros Predecesores, los Romanos Pontífices, y especialmente el de feliz memoria Alejandro III en el III Concilio de Letrán, el Beato Gregorio X en el II Concilio de Lyon, Clemente V, Gregorio XV, Urbano VIII y Clemente XII, publicaron Constituciones en las que, si bien se prescriben muchas otras cosas para que un asunto de tanta importancia se lleve a cabo de la manera debida y correcta, se declara y decreta, de forma general y sin excepción alguna, que la elección del Sumo Pontífice pertenece única y exclusivamente al Colegio de Cardenales de la Santa Iglesia Romana (S. R. E.).
Recordando Nosotros estas cosas, y puesto que el Concilio Ecuménico y General Vaticano que hemos convocado por las Cartas Apostólicas que comienzan Aeterni Patris el 11 de julio del año 1868, está ya a punto de ser iniciado solemnemente, consideramos que es un deber de Nuestro Oficio Apostólico prevenir y cortar cualquier ocasión de discordia y disensión con respecto a la elección del Sumo Pontífice, si plugiera a la voluntad divina que Nosotros migráramos de esta vida mortal mientras dicho Concilio esté en curso.
Por lo cual, movidos por el ejemplo de Nuestro Predecesor de feliz memoria Julio III, de quien consta por la historia que, habiendo sido atacado por una enfermedad mortal durante el V Concilio de Letrán, convocó a los Cardenales en su presencia, y solícito por la legítima elección de su Sucesor, les declaró que esta debía ser llevada a cabo no por dicho Concilio, sino únicamente por su Colegio, como de hecho consta que se hizo tras la muerte del mencionado Julio; y, además, incitados por el ejemplo de otros Predecesores Nuestros, también de feliz memoria, Pablo III y Pío IV, el primero de los cuales, mediante Cartas Apostólicas dadas el 21 de diciembre de 1544, y el segundo, mediante Cartas similares dadas el 22 de octubre de 1561, previendo el caso de su muerte mientras se celebraba el Sínodo Tridentino, decretaron que, en tal caso, la elección del nuevo Pontífice solo debía ser realizada por los Cardenales de la S. R. E., excluida por completo cualquier participación del mencionado Sínodo.
Además, después de haber tenido una madura deliberación y un diligente examen con algunos de Nuestros Venerables Hermanos, Cardenales de la misma S. R. E., por Nuestra cierta ciencia, motu proprio [por iniciativa propia] y por la plenitud de la Potestad Apostólica, declaramos, decretamos y estatutamos que, si a Dios le place poner fin a nuestra peregrinación mortal durante la perduración del mencionado Concilio General Vaticano, la elección del nuevo Sumo Pontífice, en cualquier estado y términos en que subsista el Concilio, deberá hacerse solo por los Cardenales de la S. R. E., y en modo alguno por el mismo Concilio, y también excluyendo totalmente de la realización de dicha elección a cualesquiera otras personas, aunque pudieran ser delegadas por la autoridad de ese mismo Concilio, aparte de los Cardenales antes mencionados.
Es más, para que en dicha elección los Cardenales, libre y expeditamente, puedan proceder, removido todo impedimento y eliminada toda ocasión de perturbación y disidencia, con la misma ciencia y plenitud de Potestad Apostólica, decretamos y estatutamos además que si Nos sucede morir durante la perduración del mencionado Concilio Vaticano, el mismo Concilio, en cualesquiera estado y términos en que se encuentre, debe entenderse inmediatamente suspendido y diferido, del mismo modo que por estas Nuestras Letras ahora pro tunc [para entonces] lo suspendemos y lo diferimos hasta el tiempo que se indicará más adelante, de modo que deba cesar inmediatamente, sin interponer absolutamente ninguna demora, de cualesquiera conventos, congregaciones y sesiones, y de cualesquiera decretos o cánones a elaborar, y no pueda avanzar más por ninguna causa, aunque parezca gravísima y digna de mención especial, hasta que el nuevo Pontífice, canónicamente elegido por el Sagrado Colegio Cardenalicio, haya determinado, por su suprema autoridad, intimar la reasunción y prosecución del propio Concilio.
Juzgando oportuno que lo que hemos ordenado con ocasión del mencionado Concilio Vaticano, tanto en cuanto a la elección del Sumo Pontífice como en cuanto a la suspensión de dicho Concilio, suministre una norma cierta y estable para ser observada perpetuamente en un evento similar, con igual ciencia y potestad, decretamos y estatutamos que en cualesquiera tiempos futuros, cuando suceda que el Romano Pontífice fallezca durante la celebración de algún Concilio Ecuménico, sea que este se celebre en Roma o en cualquier otro lugar del mundo, la elección del nuevo Pontífice deberá hacerse siempre y exclusivamente por el Colegio de Cardenales de la S. R. E., según el modo definido anteriormente, y el propio Concilio, de igual modo según la regla sancionada anteriormente, se entienda inmediatamente suspendido ipso iure al recibir la noticia cierta del fallecimiento del Pontífice, y diferido hasta que el Nuevo Pontífice canónicamente elegido ordene que sea reasumido y continuado.
Declaramos que estas Letras deben ser y serán siempre válidas, firmes y eficaces, y que obtendrán y tendrán sus efectos plenarios e íntegros, y que en ningún tiempo y por ningún motivo o causa, por vicio de subrepción u obrepción, o nulidad, o defecto de Nuestra intención, o cualquier otro, por más sustancial, impensado e impensable que sea, y que requiera mención o expresión específica e individual, o por cualquier otra causa establecida por el derecho, o bajo cualquier pretexto, razón o causa, por más que sea tal que debiera ser necesariamente expresada a efectos de la validez de lo anterior, podrán ser atacadas, impugnadas, redargüidas, invalidadas, retractadas o puestas en derecho o controversia; y que estas Letras no pueden ser comprendidas bajo cualesquiera revocaciones, limitaciones, modificaciones, o derogaciones de disposiciones similares o disímiles, con cualesquiera tenores y formas de palabras, y con cualesquiera cláusulas y decretos, aunque en ellas se haga mención especial de estas Letras, de todo su tenor y fecha, y que siempre y absolutamente deben ser exceptuadas de ellas, y por ello declaramos que es írrito e inválido y de ningún valor todo lo que sea intentado en contra de lo antedicho, vacante la Sede Apostólica, por cualquier autoridad, incluso la del mencionado Concilio Vaticano, o cualquier otro Concilio Ecuménico en tiempos futuros, aunque se haga con el consentimiento unánime de los Cardenales de la S. R. E. de hoy o del futuro, a sabiendas o por ignorancia.
No obstando, en cuanto sea necesario, la Constitución del Papa Alejandro III, de feliz recuerdo, publicada en el Concilio de Letrán, que comienza Licet de vitanda... y cualesquiera otras Constituciones Apostólicas, especiales o generales, incluso las dadas en Concilios universales... a las cuales, y a todas y cada una de ellas, y a sus tenores, en la parte que se oponga a las presentes, derogamos amplísima y plenísimamente, y de forma suficiente, especial y expresamente por esta vez, sin perjuicio de que permanezcan en su vigor en lo demás, y no obstando cualesquiera otras disposiciones contrarias.
Por tanto, a ningún hombre le sea lícito infringir esta página de Nuestra declaración, ordenación, estatuto, decreto, derogación y voluntad, ni contradecirlas con audacia temeraria. Si alguien presumiera de intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios Omnipotente y de los Bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo.