Y una sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual nadie absolutamente se salva (1), y en ella el mismo sacerdote es sacrificio, Jesucristo, cuyo cuerpo y sangre se contiene verdaderamente en el sacramento del altar bajo las especies de pan y vino, después de transustanciados, por virtud divina, el pan en el cuerpo y el vino en la sangre, a fin de que, para acabar el misterio de la unidad, recibamos nosotros de lo suyo lo que El recibió de lo nuestro. Y ESTE SACRAMENTO NADIE CIERTAMENTE PUEDE REALIZARLO SINO EL SACERDOTE QUE HUBIERE SIDO DEBIDAMENTE ORDENADO, SEGÚN LAS LLAVES DE LA IGLESIA, que el mismo Jesucristo concedió a los Apóstoles y a sus sucesores.
En cambio, el sacramento del bautismo (que se consagra en el agua por la invocación de Dios y de la indivisa Trinidad, es decir, del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo) aprovecha para la salvación, tanto a los niños como a los adultos fuere quienquiera el que lo confiera debidamente en la forma de la Iglesia. Y si alguno, después de recibido el bautismo, hubiere caído en pecado, siempre puede repararse por una verdadera penitencia. Y no sólo los vírgenes y continentes, sino también los casados merecen llegar a la bienaventuranza eterna, agradando a Dios por medio de su recta fe y buenas obras.
IV CONCILIO DE LETRAN, 1215
Denzinger 430.