Hay un error bastante común y muy antiguo entre los armenios y los griegos cismáticos, y consiste en creer que los justos y santos que salen de este mundo no gozarán de la visión intuitiva de Dios hasta después de la resurrección y el juicio universal; y que mientras se verifica, gozan de tranquilidad con la esperanza de ser bienaventurados. Este error fue condenado en el concilio de Florencia celebrado el año de 1439, en el cual se decidió que las almas de los justos que no tienen nada que purgar, gozan de la visión beatífica inmediatamente después de su separación del cuerpo. El concilio de Trento (1545- 1563) confirmó esta misma doctrina.
La misma cuestión se había agitado con mucho calor en Francia en el siglo XIV. El Papa Juan XXII, natural de Francia, y que residió en Aviñón, propendía a la creencia de los griegos, porque le parecía fundada en muchos pasages de los Padres antiguos: aventuró la publicación de esta doctrina en algunos de sus sermones, y manifestó deseos de que se mirase como una opinión problemática; pero nada decidió jamás sobre esta materia como Sumo Pontífice, y cabeza de la Iglesia, ni dió decreto alguno sobre ella; y aun retractó a la hora de la muerte lo que había podido decir o pensar con poca exactitud sobre este asunto.
Todos estos hechos están sólidamente probados en la Historia de la Iglesia Galicana tomo 13, libro 38, año de 1333 y 1334, por las memorias que conservamos de aquellos tiempos, y por los documentos originales de la disputa.
Todos estos hechos están sólidamente probados en la Historia de la Iglesia Galicana tomo 13, libro 38, año de 1333 y 1334, por las memorias que conservamos de aquellos tiempos, y por los documentos originales de la disputa.
Pero los protestantes, siempre obstinados en su propósito de calumniar a los Papas, sostienen que Juan XXII incurrió en la censura de casi toda la Iglesia Católica, que su opinión fue condenada unánimemente por todos los teólogos de París en el año de 1333; que si se retractó antes de morir, no por eso renunció enteramente su opinión; y que si se sometió al juicio de la Iglesia, solo fué por el temor de que le tuviesen por hereje después de su muerte. Mosheim Hist. Eccles. siglo xiv, parte. 2, cap. 2, §. 9. También se atrevió Calvino a acusarle de haber negado la inmortalidad del alma.
Para deshacer todas estas imputaciones basta que aleguemos dos o tres hechos innegables.
1º Es constante que desde el 28 de diciembre de 1333, hasta el 2 de enero de 1334, tuvo este Papa en Aviñón un consistorio en el cual protestó solemnemente que "sobre la cuestión de suspenderse la visión beatífica jamás había hablado sino por vía de conversación, y no con ánimo de definir nada, y que para él sería una verdadera satisfacción el que se le manifestasen las autoridades favorables a la opinión contraria. Que por lo demás si se le había escapado alguna cosa fuera de razón, estaba pronto a retractarla." Al día siguiente 3 de enero dictó esta misma declaración por ante notarios. Entonces aún no había recibido el decreto de los Doctores de París.
2º En la junta que celebraron estos Doctores en Vincennes a presencia del Rey y de muchos prelados hacia fines del mismo diciembre de 1333, declararon unánimemente la creencia católica, que en el día seguimos. Esta declaración fue confirmada en otra junta celebrada en París el 26 de diciembre, y se escribió, firmó y selló el 2 de enero de 1334. Los Doctores sin perjuicio del respeto debido al Papa dicen, que saben por testimonios fidedignos que todo lo que el Santo Padre aventuró sobre esta cuestión no fue en forma de aserto ni de opinión, sino solamente por vía de narración." Escribieron al Papa en los mismos términos, suplicándole se sirviese confirmar con su autoridad el sentir de ellos como doctrina de todo el pueblo cristiano.
La declaración que hizo Juan XXII el 3 de diciembre siguiente, conociéndose cercano a la muerte, ó más bien la profesión de fé, que hizo en presencia de los cardenales, es en un todo conforme a la de los Doctores de París, y está concebida en los términos más claros. No solo es temerario, sino también malicioso el no tenerla por sincera, y el sostener que este Papa no renunció del todo su propia opinión, y que obró así solo por el temor de que le tuviesen por hereje después de su fallecimiento. Benedicto XII, su sucesor y testigo de vista de su última voluntad, le hizo más justicia, publicándola en una bula del 17 de marzo de 1335. Las calumnias sembradas contra él en Francia y en Alemania por los partidarios de su enemigo declarado Luis de Barriere, ó por los fratricelos, sectarios rebeldes contra su autoridad, nada prueban ni merecen crédito de los hombres sensatos.
Finalmente aun cuando fuese cierto que este Papa sostuvo una opinión falsa, y que solo la retractó por el temor de escandalizar a la Iglesia, sería de desear que todos los heresiarcas y sectarios hubiesen hecho lo mismo; y de este modo no hubiera cismas, ni se habrian seguido los males y escándalos que han causado.
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