Los Santos Padres, aun de los siglos más remotos, apoyan este sentir, pues sus escritos hacen venir en conocimiento de que esta era la idea que tenían formada sobre este punto. El Papa Vigilio, en su carta al Obispo de Braga, leída en el Concilio que se celebró en la misma ciudad, llama a San Pedro "Cabeza y principio de todos los Apóstoles"; y San Cipriano, apoyado en este concepto, compara la Iglesia al sol, de donde salen todos los rayos; a la fuente, de donde nacen todos los arroyos; al árbol, de donde brotan todas las ramas; comparaciones que se ven adoptadas por San Optato de Milevo. Si, pues, según estos Santos Padres, San Pedro es la Cabeza y el principio de todos los Apóstoles, el fundamento, el centro de ella, los rayos, arroyos y ramos, de la autoridad de gobierno de las Iglesias deben nacer de él; por esto nos dice el mismo San Cipriano, hablando del Santo Apóstol, que: inde Episcoporum ordinatio et Ecclesiae ratio decurrit, "De ahí procede la ordenación de los Obispos y el ordenamiento de la Iglesia.". Más expresamente manifiesta esta idea, cuando hablando él mismo de la Iglesia romana, la llama "raíz y matriz de toda la Iglesia católica"; no pudiéndose entender por ser la primera en tiempo, es porque su fundador San Pedro ha producido todas las demás.
Pero si aún se quieren testimonios más claros de esta verdad, ahí está San Gregorio Niseno, quien terminantemente dice, que Jesucristo por medio de San Pedro dio las llaves del cielo a los Obispos. San Inocencio, que le llama "autor del nombre y honor de los Obispos", San León, que considerando las excelencias de este Santo Apóstol, reconoce que si en los demás hay alguna cosa común con él, no la han recibido sin su participación; y añade, que el Señor, de tal manera quiso que la predicación del Evangelio perteneciese al oficio de los Apóstoles, que principalmente la colocó en San Pedro, "el superior a todos, y de él quiso que como de una Cabeza se difundiesen sus dones a todo el cuerpo"; de manera, que según este Santo Padre, San Pedro es el manantial de todas las prerrogativas episcopales; de él es de quien deben participarlas todos los Obispos.
Otro tanto nos viene a decir San Bonifacio I, cuando sienta que la institución universal de la Iglesia toma su principio de San Pedro, y de él mana como de una fuente. Esteban V confirma lo mismo, y Santo Tomás, consiguiente a la tradición de los Padres, nos enseña, que Jesucristo solo a San Pedro prometió las llaves, para manifestar que el poder de ellas se había de derivar por su medio a los demás para conservarse la unidad de la Iglesia. Últimamente, Tertuliano, reconociendo la necesidad de que el obispado dimane del Romano Pontífice, dice que sus propiedades deben provenir de él: tamquam à radice frutex, à fonte fluvius, et à sole radius, ut nihil à matrice alienetur "Como el brote de la raíz, el río de la fuente, y el rayo del sol, para que nada se separe de la matriz (o del origen)."; y San Atanasio, que si todo Obispo en la Iglesia católica, aliunde et non ex uno principio nascatur,"Nace de otra parte y no de un solo principio (u origen)." ya no será uno, sino dos o más los obispados: inducet Diarchiam et Poliarchiam, "Introducirá la Diarquía y la Poliarquía."
Hasta la sencilla noción de la jurisdicción episcopal está en apoyo de esta creencia. Porque ¿Qué es lo que por ella se entiende? ¿Acaso no comprende el derecho que un Obispo tiene de mandar a cierto número de fieles y en determinado territorio, y la obligación que estos tienen de obedecerlo en aquello para lo que fue instituido? ¿No consiste en la designación de estos súbditos a quienes ha de gobernar? Y fuera del Sumo Pontífice o la Iglesia toda con él, ¿a quién compete la designación del que deba mandar y de los que deban obedecer? No designándolos él, ¿Qué fuerza tendrán los mandatos de cualquier Obispo? ¿Serán legalmente obedecidos los mandatos judiciales ni gubernativos de un titulado juez o gobernador, si el Monarca no le designó un partido para que en él ejerciese su misión? Si, pues, por jurisdicción episcopal se entiende la facultad de mandar con derecho a ser obedecido, supuesto que esta facultad con este derecho no lo puede haber sino es en virtud de la designación del Sumo Pontífice, sin duda que él es quien inmediatamente la da a los Obispos.
¿Se querrá acaso negar al Sumo Pontífice este derecho de designar súbditos y territorio a un Obispo? ¡Qué locura! Es indudable que ha de haber alguno que lo tenga; ¿y quién otro hay que no sea el Romano Pontífice? ¿De quién son súbditos los fieles de una Iglesia vacante para que los pueda someter a otro? ¿Lo son acaso del Obispo consagrante, o de algún otro, o no está circunscrita la autoridad de cada uno de los Obispos a determinados fieles y territorio? ¿Hay otro que el Sumo Pontífice a quien esté encomendado el cuidado de la Iglesia universal? ¿No es el único llamado in plenitudinem potestatis, cuando los demás solo lo han sido in partem solicitudinis, no es a quien únicamente se le dijo pasce oves meas, no estas o las otras, sino todas? Luego, siendo el solo que tenga jurisdicción sobre todos los fieles, y los demás Obispos no más que sobre los que les han sido encomendados, a solo él es a quien toca confiarlas al que las haya de custodiar.
TOMO IV
1838