Esta proposición es todavía, si cabe, más absurda que la anterior. Causa admiración que hombres que se llamen instruidos, conciban y defiendan tales errores. Esto es suponer que Dios se complace igualmente con las supersticiones y obscenidades de los cultos idólatras, que con las adoraciones dignas y santas de nuestra divina religión, como un ídolo ciego, a quien son indiferentes cualquier especie de homenajes opuestos entre sí. El indiferentismo positivo es una cosa deforme y monstruosa que repugna al sentido íntimo, a la conciencia, y hasta a la misma naturaleza. Decir que todas las religiones son igualmente buenas, es una contradicción; decir que todas son igualmente falsas, es una locura y una impiedad.
Como ya se ha dicho, hay una religión verdadera, ésta ha de ser necesariamente única; y por consiguiente, como la religión es necesaria para la salvación, ésta solo puede alcanzarse dentro de aquella. Aunque la religión proviniese de la misma naturaleza, y aun cuando fuese naturalismo puro, es claro que siendo única la naturaleza, única debería ser e idéntica en todos los pueblos la verdadera religión. Pero siendo el resultado de una revelación divina, es con mayor motivo única, pues Dios no ha de ponerse en contradicción consigo mismo, revelando cosas contrarias a diversos pueblos. Y siendo la revelación, como hecha por Dios, la manifestación de su voluntad y la expresión de la verdad, es evidente que no había de multiplicarse en formas contradictorias, sino presentar en una sola el sello indeleble de su origen divino, de su perpetuidad y de su inmutabilidad.
De lo contrario, todas las falsas religiones tendrían derecho de permanecer en su error y confirmarse en sus preocupaciones: sería indiferente el paso de una religión a otra, y Dios no podría castigar a los que no abrazasen la religión que él ha mandado predicar a todas las gentes, amenazando que el que no crea, se condenará. En vano entonces hubiera venido Jesucristo a enseñarnos su divina doctrina y a fundar su Iglesia; en vano hubiera enviado a sus apóstoles a predicar por todo el universo, exigiendo la fe como condición necesaria para la salvación. Los verdugos y los mártires se salvarían de la misma manera; los adoradores de Venus, lo mismo que las vírgenes católicas; los idólatras y mahometanos, lo mismo que los anacoretas. Por último, habría un perfecto derecho de divisiones en materia de religión, y podrían existir tantas religiones como cabezas.
Oigamos cómo se expresa el Papa Gregorio XVI, en su Encíclica Mirari vos: "Ahora tenemos que señalar otra causa de los males de que con dolor vemos afligida hoy a la Iglesia. Hablamos del indiferentismo, es decir, de ese sistema depravado que por la astucia de los malos trata de penetrar en todas partes, y enseña que la salvación eterna puede conseguirse en todas las creencias religiosas, con tal que las costumbres sean buenas y la conducta honrada. Pero fácil os es, venerables hermanos, en una cuestión en que tan notoria y evidente es la verdad, ahuyentar este error pernicioso de los pueblos encomendados a vuestro cuidado.
Cuando el Apóstol nos declara que no hay más que un Dios, una fe, un bautismo, deben temblar los que osan defender que toda religión puede abrir las puertas de la eterna bienaventuranza testimonio del mismo Salvador, el que no está con Jesucristo, está contra él; el que no recoge con él, esparce; y sin duda ninguna perecerán eternamente los que no se adhieran a la fe católica o no la conserven íntegra y pura.
Oigan a San Jerónimo, el cual en un tiempo en que la Iglesia estaba dividida por el cisma, respondía invariablemente a todos los que querían atraerle a su partido: «Yo estoy con todo el que se mantiene unido a la cátedra de Pedro» (Ep. 58). Nadie confíe en que ha sido regenerado en el bautismo como los verdaderos fieles, porque San Agustín respondería muy bien: «El sarmiento conserva su figura primitiva aun cuando está separado de la vid; pero ¿de qué le sirve esa figura si no se nutre ya de la savia del tronco?»
De este manantial impuro del indiferentismo ha salido ese otro error insensato, o más bien increíble delirio, que da a cada uno el derecho de reclamar la libertad de conciencia. Y esta perniciosa aberración es fomentada además por la absoluta y desmedida libertad de las opiniones, que por todas partes introduce la desolación en la Iglesia y el Estado, con aplauso de muchos que osan sentar que de ahí resulta algún beneficio para la religión. Mas como dice San Agustín, ¿qué peste más mortífera para el alma que la libertad del error? Porque una vez rotos los frenos que contienen a los hombres en el camino de la verdad, siendo inclinada de suyo su naturaleza a precipitarse en el mal, puede decirse que se abre entonces aquel pozo del abismo (Apoc. IX, 3), de donde vio San Juan salir un humo que oscureció el sol, y del centro del cual salían langostas para talar la tierra.
Porque de ahí nacen los errores del entendimiento, la corrupción siempre creciente de la juventud, el desprecio de los pueblos a todo lo más sagrado que hay en las instituciones y las leyes; en una palabra, la plaga más terrible de la sociedad, pues la experiencia tiene demostrado desde la más remota antigüedad que las ciudades más florecientes por su riqueza, pujanza y gloria han hallado su ruina en la libertad excesiva de los sistemas, en la licencia de hablar y en el deseo inconsiderado de novedades."