P. José Fernández Montaña
Si todas las religiones fueran a Dios indiferentes y agradables, jamás nos hubiera mandado con divino imperio, y hasta amenazándonos con la eterna condenación, una sola, determinada: la que enseñó al mundo desde el principio, y nos explicó, impuso y confirmó su Hijo, Redentor del humano linaje. Jamás hubiera el mismo Jesucristo enviado a sus discípulos, versados y divinamente arraigados en sus doctrinas incomparables, bajadas del cielo, a predicarlas y enseñarlas a todos los hombres, bautizándolos de paso, e incorporándolos así al mismo Señor y Salvador, para que por Él, Verdad, Camino y Vida, pudieran lograr y poseer la bienaventuranza eterna. He ahí sus palabras: Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: y enseñadles a cumplir cuanto yo os he mandado (Matth., XXVIII, 19, 20). Y añadió: Aquel que creyere y fuere bautizado, se salvará, el que no creyere, se condenará. Por donde aparece patente que si el hombre ha de alcanzar su salud eterna y entrada en el reino de los cielos, le es indispensable creer, profesar y practicar, no cualquiera religión, judía o mahometana, cismática o luterana, buena o mala, sino la sola y única religión verdadera, enseñada por Dios al mundo y predicada por su divino Verbo encarnado Jesucristo. Y aparece, además, claro como el sol, que quien quisiere salvarse, y no condenarse, deberá ser incorporado, por la fe y el Bautismo, a Cristo Dios; admitir todas las verdades reveladas, y por Él depositadas en su única Iglesia, y guardar sus mandamientos constitutivos del Decálogo y la moral cristiana. Por consiguiente, no es el hombre libre para abrazar la religión que más le plazca, sino que está obligado a profesar con fe práctica la Religión sola de Jesucristo, que es la católica, como la historia evidencia, ya que, además, es la sola y única agradable a Dios.
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