VACANTIS APOSTOLICAE SEDIS

"Quod si ex Ecclesiae voluntate et praescripto eadem aliquando fuerit necessaria ad valorem quoque." "Ipsum Suprema Nostra auctoritate nullum et irritum declaramus."

EL ESPEJO DE LA CRUZ (XV)


CAPITULO 12 - Acerca de los siete grados del odio de sí mismo, y sobre la humildad. (2ª parte).


En el primer grado estaba el hijo pródigo del cual habla el Evangelio, cuando volvió en sí y comenzó a reflexionar sobre su estado, y a considerarse indigno de ser llamado hijo. Y san Pedro, cuando le dijo a Cristo que le había hecho un gran milagro haciéndole pescar muchos peces: “Señor, apártate de mí porque yo soy un hombre pecador”. Aún no era apto para seguir a Cristo, pero lleno de estupor por la excelencia del milagro, y conociendo la santidad de Cristo, comenzó a considerarse indigno de estar con Él. En este grado están muchos laicos que, reconociendo estar enredados en las miserias del mundo, o atrapados en algún odio, no se animan a comulgar; y supongamos que no estén dispuestos a hacer penitencia, sin embargo se reconocen y se recomiendan a las personas santas y se consideran indignos de su compañía. Al contrario, están aquellos soberbios que están tan ciegos y presuntuosos, que no tienen reverencia por Dios, ni por los santos, ni por los hombres buenos. Y aunque se sienten inmundos, presumen de comulgar, y se consideran dignos de gran honor y fama.


Al segundo grado y al tercero había subido el publicano cuando ya reconociéndose (pecador), permanecía lejos y no levantaba los ojos al cielo, y confesaba humildemente su pecado a Dios y pedía misericordia; y la Magdalena cuando, con gran llanto, se arrojó a los pies de Cristo.


En el cuarto grado estaba el profeta David cuando, según se muestra en el “Miserere”, muchas veces confiesa, recapitula y agrava su pecado. Y el hijo pródigo cuando retornó al padre y dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y delante de ti, y no soy digno de ser tu hijo; trátame como a uno de tus jornaleros”. Además este grado se muestra en la palabra que Eliú dijo a Job: “Si tú fueses humilde, dirías: Yo he pecado y verdaderamente he obrado mal, y no padezco tanto mal cuanto correspondería”. Muchos hacen lo contrario, pues siempre se excusan y aligeran sus pecados. De estos tales habla san Bernardo diciendo: “El soberbio, cuando es acusado de algún pecado, lo niega o bien dice: Sí, lo he cometido, pero no fue un mal tan grande y además no tuve demasiada mala intención, y fui inducido por otro, y busca muchas otras excusas semejantes para esconder y alivianar su defecto”. En este grado estaba perfectamente san Pablo cuando, públicamente escribía sus defectos diciendo que había perseguido a la Iglesia de Dios y que había sido infiel, para demostrar que era el mayor pecador del mundo. Por eso decía: “Jesucristo vino a este mundo para salvar a los pecadores, y entre ellos yo soy el mayor”.


El quinto y el sexto grado los vemos en David, cuando huyendo de Absalón, su hijo, que lo había expulsado del reino, se encontró con un siervo suyo, el cual comenzó a proferirle insultos, diciendo que Dios lo había expulsado por sus pecados, y le arrojaba piedras y lo maldecía, increpándolo con muchos oprobios. Y queriendo dos soldados de su servicio que lo acompañaban tomar venganza, los reprendió diciéndoles: “Dejad que me maldiga y me injurie como Dios lo permite y manda a causa de mi pecado, que quizás así Dios se mueva a piedad y me perdone”. Y considerando su pecado, mansamente soportaba las injurias y permitía ser insultado con infamias y otras villanías. Además decía: “Estoy preparado para todo flagelo y dolor, y siempre tengo delante de mis ojos mis pecados”.


El séptimo grado lo demostró san Pablo cuando dijo: “Me glorío en las tribulaciones”. De esta tal perfección dice Isaías, profetizando sobre Cristo y sobre los perfectos que lo seguían: “Él ofrecerá su mejilla a quien lo quiera golpear, y se saciará y se gozará en los oprobios”. A esta tal perfección llega el hombre especialmente contemplando la cruz (y se da cuenta que él mismo es causa de ella) y por el ejemplo de Cristo, al cual ve con gran fervor de amor subido a la cruz para nuestra salvación.


En esta perfección estaba un hombre llamado Constancio, de quien dice San Gregorio que, siendo muy famoso por su santidad y recibiendo grandes honores, se acercó a él un hombre rústico para verlo, y viéndolo hombre tan despreciable y mal vestido, se burló de él diciendo: Yo creía que fuese un hombre de bien, y de buena apariencia, pero me parece que no tiene ni figura ni semejanza de hombre. Entonces Constancio, oyendo esto, con gran alegría corrió a abrazarlo y dijo: “Sólo tú, hermano mío, me has conocido; porque todos los otros son ciegos de mente”; y le rindió grandísimos honores, habiendo recibido de él deshonor. Por eso dice san Gregorio, narrando este hecho, que así como los soberbios se gozan de los honores, así los humildes de las vergüenzas, contentándose de que todos los hombres los consideren malvados y viles. Y quien está en esta perfección, agradece a Dios por las tribulaciones, y tiene compasión del pecado de los que lo atribulan, y ruega a Dios por ellos, y les devuelve bien por mal, conforme al ejemplo que tenemos de Cristo, de san Pablo, y de muchos otros santos.


Por consiguiente el primer grado es conocerse; el segundo dolerse; el tercero confesarse; el cuarto cargarse el pecado con toda sus circunstancias, diciendo cómo, cuándo, cuántas veces y con cuánta malicia y escándalo, y con cuánta compañía, y con quién, y cualquier otra circunstancia que pudiera agravar el pecado. El quinto es no preocuparse por ser conocido, y difamarse a sí mismo; el sexto es tener paciencia en las tribulaciones; y el séptimo es alegrarse con amor.

Continuará...