Su corona fue también de espinas, y no había de ser de otra cosa, ni había otra cosa en este mundo de que poderla hacer: porque todo lo que en él florece y es de algún deleite y gloria, presto se marchita; y lo que permanece son las penas, que como espinas punzan y lastiman.
De estas espinas hay abundante cosecha en este valle de lágrimas y tierra de maldición, de las cuales se hizo participante nuestro verdadero Rey y legítimo Señor por librarnos a nosotros de ellas, y las que nosotros merecíamos le cayeron a El sobre la cabeza.
Pero estas penas, que en nosotros eran castigo de nuestras culpas, fueron en El merecimiento de gloria sempiterna; y las espinas arrancadas de nosotros y trasplantadas a la tierra bendita y soberana de la cabeza del Señor, y regadas con su preciosa sangre; brotaron flores de inmortalidad, y nos ganaron aquella corona que nunca se marchita.
Quiso también el Señor que su corona fuese de espinas, porque su reino había de ser firme y perpetuo; y por eso convenía que la corona fuese tal que se pudiese fijar y enclavar en la cabeza, para denotar que por ningún acaecimiento se le podrá caer, ni fuerza ninguna se la podrá quitar.
Luis de la Palma S.J.
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