Revue catholique
De entre los apóstoles Jesucristo escogió uno para ser su lugarteniente en la tierra, el único jefe visible de todos los fieles, el fundamento y sostén de la Iglesia. Este es san Pedro. El lo revistió con la plenitud de los tres poderes que hemos visto depositar en el seno de la sociedad espiritual: él le confió el supremo sacerdocio", la suprema autoridad doctrinal, la realeza una e indivisible y de este modo instituyć la Iglesia en el principio de la monarquía simple. Sobre Pedro, como sobre un fundamento único, Jesucristo estableció su reino; los apóstoles son también piedras fundamentales secundarias superpuestas en la Roca básica, única de la primacía.
El divino Maestro ha colocado este poder monárquico a la cabeza de su Iglesia para fundar y mantener la unidad que, según hemos visto, es el carácter divino y la forma esencial de la sociedad cristiana. La unidad y la conservación de la Iglesia establecida por y encima de esta unidad, tal es el objeto de las insignes prerrogativas otorgadas a san Pedro y a sus sucesores en su sede episcopal de Roma. Esto es lo que los santos Padres, con tanto interés se dedican a hacer resaltar y a exaltar. Una Ecclesia, dijo san Cipriano, a Cristo Domino super Petrum origine unitatis et ratione fundata. Para realizar esta sublime finalidad es necesario que cada fiel, cada obispo, cada Iglesia, que todos los fieles, todos los obispos y todas las iglesias permanezcan en comunión universal con el jefe, centro y base de esta unidad. Por consiguiente, la Iglesia, toda entera, está subordinada al augusto poder del monarca, y este poder necesariamente comprende todas las prerrogativas de una verdadera soberanía, una e indivisible. Esta es la idea que dan de la primacía del obispo de Roma los textos sagrados y los testigos de la tradición, a la par que las definiciones de los concilios.
La unidad que el Cristo quiso dar a su Iglesia otorgando a Pedro una dignidad y un poder tan particulares, en resumen es una unión de corazones por la caridad y una unión de inteligencias por la fe: la unidad en el gobierno y la unidad en la doctrina. La primera previene el cisma y la segunda la herejía; ésta implica, pues y como necesaria consecuencia de la primacía, la infalibilidad doctrinal del soberano Pontífice. Si, efectivamente, el obispo de Roma estuviese sujeto a error en los actos destinados a mantener la unidad de las creencias dogmáticas y morales, podría arrastrar a los fieles a adherirse a su error; lo cual repugna.