Suma teológica - Parte II-IIae - Cuestión 10
La infidelidad en general
¿Se deben permitir los ritos de los infieles?
El gobierno humano proviene del divino y debe imitarle. Pues bien, siendo Dios omnipotente y sumamente bueno, permite, sin embargo, que sucedan males en el universo pudiéndolos impedir, no suceda que, suprimiendo esos males, queden impedidos bienes mayores o incluso se sigan peores males. Así, pues, en el gobierno humano, quienes gobiernan toleran también razonablemente algunos males para no impedir otros bienes, o incluso para evitar peores males. Así lo afirma San Agustín en II De Ordine: Quita a las meretrices de entre los humanos y habrás turbado todas las cosas con sensualidades. Por consiguiente, aunque pequen en sus ritos, pueden ser tolerados los infieles, sea por algún bien que puede provenir de ello, sea por evitar algún mal.
Más del hecho de observar los judíos sus ritos, en los que estaba prefigurada la verdad de fe que tenemos, proviene la ventaja de que tengamos en nuestros enemigos un testimonio de nuestra fe y cómo, en figura, está representado lo que nosotros creemos. Por esa razón se les toleran sus ritos. No hay, en cambio, razón alguna para tolerar los ritos de los infieles, que no nos aportan ni verdad ni utilidad, a no ser para evitar algún mal, como es el escándalo, o la discordia que ello pudiera originar, o la oposición a la salvación de aquellos que, poco a poco, tolerados de esa manera, se van convirtiendo a la fe. Por eso mismo, en alguna ocasión, toleró también la Iglesia los ritos de los herejes y paganos: cuando era grande la muchedumbre de infieles.
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V. LOS DERECHOS DE LA VERDAD Y LA TOLERANCIA DEL ERROR
[14] Pues bien, he aquí la vía para responder rectamente a la segunda cuestión. Ante todo es preciso afirmar claramente que ninguna autoridad humana, ningún Estado, ninguna Comunidad de Estados, sea el que sea su carácter religioso, pueden dar un mandato positivo o una positiva autorización de enseñar o de hacer lo que sería contrario a la verdad religiosa o al bien moral.
Un mandato o una autorización de este género no tendrían fuerza obligatoria y quedarían sin valor.
Ninguna autoridad podría darlos, porque es contra la naturaleza obligar al espíritu y a la voluntad del hombre al error y al mal o a considerar al uno y al otro como indiferentes.
Ni siquiera Dios podría dar un mandato positivo o una positiva autorización de tal clase, porque estaría en contradicción con su absoluta veracidad y santidad.
[15] Otra cuestión esencialmente distinta es: si en una Comunidad de Estados puede, al menos en determinadas circunstancias, establecerse la norma de que el libre ejercicio de una creencia y de una práctica religiosa o moral, que tienen valor en uno de los Estados-miembros, no sea impedido en todo el territorio de la Comunidad mediante leyes o providencias estatales coercitivas. En otros términos, se pregunta si el "no impedir", o sea, el tolerar, está permitido en tales circunstancias y, por lo mismo, la represión positiva no sea siempre un deber.
[16] Nos hemos aducido hace un momento la autoridad de Dios. ¿Puede Dios, al cual, por otra parte, sería posible y fácil reprimir el error y la desviación moral, preferir en algunos casos el "no impedir", sin incurrir en contradicción con su perfección infinita? ¿Puede ocurrir que, en determinadas circunstancias, Dios no dé a los hombres mandato alguno, no imponga deber alguno, no dé, por último, derecho alguno de impedir y de reprimir lo que es erróneo y falso? Una mirada a la realidad da una respuesta afirmativa. La realidad enseña que el error y el pecado se encuentran en el mundo en amplia proporción. Dios los reprueba, y, sin embargo, los deja existir. Por consiguiente, la afirmación: el extravío religioso y moral debe ser siempre impedido, cuanto es posible, porque su tolerancia es en sí misma inmoral, no puede valer en su forma absoluta incondicionada.
Por otra parte, Dios no ha dado ni siquiera a la autoridad humana un precepto semejante absoluto y universal, ni en el campo de la fe ni en el de la moral. No conocen semejante precepto ni la común convicción de los hombres, ni la conciencia cristiana, ni las fuentes de la revelación, ni la práctica de la Iglesia. Aun omitiendo en este momento otros textos de la Sagrada Escritura tocantes a esta materia, Cristo en la parábola de la cizaña dio el siguiente aviso: Dejad que en el campo del mundo la cizaña crezca, junto con la buena semilla, en beneficio del trigo. El deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no puede ser, por tanto, una última norma de acción. Debe estar subordinado a normas más altas y más generales, las cuales en determinadas circunstancias permiten e incluso hacen a veces aparecer como mejor camino no impedir el error, a fin de promover un bien mayor.
[17] Con esto quedan aclarados los dos principios de los cuales hay que deducir en los casos concretos la respuesta a la gravísima cuestión de la conducta del jurista, del hombre político y del Estado soberano católico ante una fórmula de tolerancia religiosa y moral del contenido antes indicado, y que debe ser tomada en consideración para la Comunidad de los Estados. Primero: lo que no responde a la verdad y a la norma moral no tiene objetivamente derecho alguno ni a la existencia, ni a la propaganda, ni a la acción. Segundo: el no impedirlo por medio de leyes estatales y de disposiciones coercitivas puede, sin embargo, hallarse justificado por el interés de un bien superior y más universal.
[18] Si después esta condición se verifica en el caso concreto es la «quaestio facti», debe juzgarlo, ante todo, el mismo estadista católico. Este en su decisión deberá guiarse por las dañosas consecuencias que surgen de la tolerancia, comparadas con aquellas que mediante la aceptación de la fórmula de tolerancia serán evitadas a la Comunidad de los Estados; es decir, por el bien que, según una prudente previsión, podrá derivarse de esa fórmula de tolerancia a la misma Comunidad como tal, e indirectamente al Estado miembro de ella. En lo que se refiere al campo religioso y moral, el estadista deberá solicitar también el juicio de la Iglesia.
Por parte de la cual, en semejantes cuestiones decisivas, que tocan a la vida internacional, es competente, en última instancia, solamente Aquel a quien Cristo ha confiado la guía de toda la Iglesia, el Romano Pontífice.
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