3 de mayo de 1892
[10]. Nos lo hemos explicado ya, y tenemos que volver a repetirlo para que nadie se engañe acerca de nuestra enseñanza: uno de estos medios es aceptar sin reservas, con la lealtad perfecta que conviene al cristiano, el poder civil en la forma en que de hecho existe. Así fué aceptado en Francia el primer Imperio al día siguiente de una espantosa y sangrienta anarquía; así fueron aceptados los otros poderes, tanto monárquicos como republicanos, que se han ido sucediendo hasta nuestros días.
[11]. Y la razón de esta aceptación es que el bien común de la sociedad es superior a cualquier otro interés, porque es el principio creador, es el elemento conservador de la sociedad humana, de lo cual se sigue que todo verdadero ciudadano debe querer el bien común y procurarlo a toda costa. Ahora bien, de esta necesidad de asegurar el bien común deriva, como de su fuente propia e inmediata, la necesidad de un poder civil que, orientándose hacia el fin supremo, dirija hacia éste sabía y constantemente las voluntades múltiples, agrupadas en su mano como en un haz. Por consiguiente, cuando en una sociedad existe un poder constituido y actuante, el interés común se halla ligado a este poder, y por esta razón debe aceptarse este poder tal cual existe. Por estos motivos y en este sentido, Nos hemos dicho a los católicos franceses: aceptad la República, es decir, el poder constituido y existente entre vosotros; respetadle, estad sumisos a él, porque representa el poder derivado de Dios.
[12]. Sin embargo, ha habido hombres pertenecientes a diversos partidos políticos, e incluso sinceramente católicos, que no se han dado cuenta exactamente de nuestras palabras. Estas eran, sin embargo, tan sencillas y tan claras, que no podían dar lugar a posibles falsas interpretaciones.
[13]. Reflexiónese bien sobre este punto: si el poder político es siempre de Dios, no se sigue de aquí que la designación divina afecte siempre e inmediatamente a los modos de transmisión de este poder, ni a las formas contingentes que reviste, ni a las personas que son el sujeto del poder. La misma variedad de estos modos en las diversas naciones demuestra con evidencia el carácter humano de su origen.
[14]. Más todavía. Las instituciones humanas mejor fundadas en el derecho y establecidas. con las intenciones más saludables posibles, para dar a la vida social un fundamento más estable e imprimir en ella un más poderoso dinamismo, no conservan siempre su vigor de acuerdo con las cortas previsiones de la prudencia del hombre.
[15]. En política más que en ningún otro campo sobrevienen cambios inesperados. Monarquías colosales se derrumban o desmembran, como los antiguos reinos de Oriente y el Imperio romano; unas dinastías substituyen a otras, -como las de los Carolingios y los Capetos en Francia; las formas políticas vigentes se ven suplantadas por otras nuevas, como demuestra nuestro siglo con numerosos ejemplos. Estos cambios están muy lejos de ser siempre legítimos en el origen; es incluso difícil que lo sean. Sin embargo, el criterium supremo del bien común y de la tranquilidad pública impone la aceptación de estos nuevos gobiernos establecidos de hecho substituyendo a los gobiernos anteriores que de hecho ya no existen. De esta manera quedan suspendidas las reglas ordinarias de la transmisión de los poderes, y puede incluso suceder que con el tiempo queden abolidas.
[16]. Pero, sea lo que sea de estas transformaciones extraordinarias en la vida de los pueblos, cuyas leyes sólo Dios puede calcular y cuyas consecuencias toca al hombre utilizar, el honor y la conciencia exigen en todo estado de cosas una subordinación sincera a los gobiernos constituídos; es necesaria esta subordinación en nombre de ese derecho soberano, indiscutible e inalienable, que se llama la razón del bien social. ¿Qué sería, en efecto, del honor y de la conciencia si estuviese permitido al ciudadano sacrificar a sus puntos de vista personales y a sus preferencias de partido los beneficios de la tranquilidad publica?
[PODER POLÍTICO Y LEGISLACIÓN]
[17]. Después de haber sólidamente establecido en nuestra encíclica esta verdad, Nos hemos formulado la distinción entre el poder político y la legislación, y hemos demostrado que la aceptación del primero no implicaba en modo alguno la aceptación de la segunda en los puntos en los que el legislador, olvidando su misión, se ponía en oposición con la ley de Dios y de la Iglesia. Y nótenlo bien todos: desplegar la propia actividad y usar de su influencia personal para hacer que los gobiernos cambien en bien las leyes injustas o carentes de prudencia, es dar pruebas de una consagración a la patria tan acertada como valiente, sin aceptar la menor sombra de hostilidad a los poderes encargados de regir la cosa pública. ¿Quién osará denunciar a los cristianos de los primeros siglos como adversarios del Imperio romano porque no se inclinaban ante los preceptos idolátricos, y se esforzaban por obtener la abolición de éstos?...