Las guerras de conquista, como las hacían las naciones paganas, y se hacen de nuevo en nuestro tiempo (siglo XIX), después que se ha olvidado el derecho cristiano, guerras inspiradas por la ambición, la rapacidad y la venganza, son siempre injustas y contrarias al derecho natural y de gentes.
El vencedor, que injustamente ha promovido la guerra, no adquiere derecho alguno por consecuencia de ella; ni hace suyo el reino, ni puede lícitamente anexionarse una parte de territorio, ni siquiera cambiar la dinastía o la forma de gobierno.
Pero si la guerra es justa, en este caso el vencedor quede, a título de conquista, adquirir legítimos derechos de soberanía sobre la nación vencida, como una pena justa que la impone: ó a lo menos puede arrebatarla una parte de su territorio, sea como compensación de los daños y perjuicios que el vencedor ha debido sufrir para hacer respetar por medio de las armas su derecho atropellado, sea para inutilizar ó debilitar al enemigo pérfido y encarnizado, imposibilitándole para renovar la guerra, sea para asegurar a su propia nación el mayor respeto y la paz en lo sucesivo. Pero no conviene apelar a estos medios sino en caso de una gran necesidad.
Aun entonces el conquistador no adquiere derechos ilimitados sobre las personas y las instituciones del país adquirido. «El conquistador, escribe Ráulica, que empezara por desconocer ó conculcar la constitución, las leyes y las libertades del pueblo que la suerte de las armas ha deparado a su dominación, borraría por sí mismo y solo con esto, los títulos de su legitimidad, y ya no sería más que un verdadero usurpador.»
De donde se infiere que la diferencia entre los resultados de una guerra justa ó injusta, en orden a los derechos que por ella se adquieren, proviene toda del origen de la misma, porque un hecho injusto jamás puede ser el origen de un derecho.
Los católicos rechazan siempre la máxima formulada en Berlín: La fuerza contrarresta el derecho.
La guerra no debe ser otra cosa que la reivindicación del derecho por la fuerza: pero la guerra injusta empieza violando, y todos sus resultados, por más afortunados que sean, pecarán esencialmente del mismo vicio.
Invocar la fortuna para legitimar un hecho injusto, es decir, la fortuna de ciento contra diez, la fortuna de las aclamaciones de las turbas seducidas y compradas para esto, y conmovidas por los agentes secretos del invasor, la fortuna de la traición y la osadía, es añadir el sarcasmo a la injusticia. En los pueblos modernos, inficionados del liberalismo, ni siquiera se sabe conservar apariencia de dignidad, a falta de razón.
Lecciones sobre el syllabus
De Niceto Alonso Perujo
1877
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