VACANTIS APOSTOLICAE SEDIS

"Quod si ex Ecclesiae voluntate et praescripto eadem aliquando fuerit necessaria ad valorem quoque." "Ipsum Suprema Nostra auctoritate nullum et irritum declaramus."

SE DEBE RESPETAR Y ACATAR LA AUTORIDAD PÚBLICA

P. José Fernández Montaña
&
Mons. Victoriano Guisasola y Menéndez

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Se debe respetar y acatar la autoridad pública
Syllabus
PROPOSICIÓN LXIII

Nuestra lengua dice:
"Es lícito negar la obediencia a los príncipes legítimos y hasta rebelarse contra ellos."

Fué reprobada y condenada, según merece, esta proposición antisocial en la Carta Encíclica del inmortal Pontífice Pio IX, del 9 de Noviembre de 1846, que empieza con las palabras Qui pluribus; en la Alocución del mismo Padre Santo Quisque vestrum, pronunciada en 4 de Octubre de 1847; en la otra Carta Encíclica Noscitis et Nobiscum, que publicó en fecha 8 de Diciembre de 1849, y, finalmente, en las Letras Apostólicas Cum Catholica, del 26 de Marzo de 1860.

Perniciosísima, y por demás funesta, debe ser esta ruidosa proposición; abominables los errores, con el perverso ejemplo que en ella se encierran, cuando la autoridad suprema de la Iglesia ha creído condenarla y proscribirla, no en uno ni en dos, sino en cuatro pontificios documentos a cuál más solemnes. Todos ellos juntos se ofrecen estribando en las Divinas Letras y en la tradición católica de que el Romano Pontífice es custodio y perpetuo defensor, oponiendo a los errores de sectas revolucionarias la doctrina revelada por Dios y enseñada por su Divino Hijo, Cristo Jesús, y su Iglesia, al mundo.

Con efecto; contra la revolución masónico-judía, predicadora diabólica de la desobediencia a los príncipes y de la rebelión contra las autoridades, manda el Espíritu de Dios, por boca de San Pedro, obediencia y sumisión a los superiores. En su primera Epístola, cap. II, vers. 13 y 14, nos dejó escrito el Príncipe de los Apóstoles lo siguiente: "Estad, pues, sometidos a toda humana criatura, y esto por Dios; ya sea al rey, como soberano que es, ya a los gobernadores, como enviados suyos."

Debe, pues, todo cristiano, en justicia y religión, acatamiento sumiso a la suprema autoridad civil y a sus delegados. 

Atrás hemos visto. ya cómo el Apóstol San Pablo, inspirado del mismo Santo Espíritu, ordena a los fieles de Roma, y en ellos a todos nosotros, sumisión y obediencia a la autoridad, sin la cual no es posible orden, concierto, ni sociedad. "Toda alma (Rom., c. XIII, versículo 1, 2), dice, esté sometida a las potestades superiores...; quien resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios, y los que resisten, atraen a sí mismos su condenación." Pues en la Epístola a Tito (cap. III) escribió el siguiente mandamiento: "Amonéstalos que estén sujetos a príncipes y potestades; que los obedezcan y se hallen prevenidos para toda buena obra." De modo, que en oposición a las ideas deletéreas de insurrección y rebeldía, contra los monarcas y gobernadores de los pueblos, por Divina autoridad, nos ordena el mismo Dios no dar oídos a tamañas teorías subversivas, sino respeto, acatamiento y obediencia a los superiores. Y todo esto, por aquello otro de la Sabiduría: per me reges regnant, como enseña en otro lugar.

La revolución moderna, hija primogénita del protestantismo, nos quiere obligar a retroceder al estado gentil, idólatra, de Grecia y Roma, propagador teórico y práctico de la insurrección y desobediencia a los superiores. Eran tiranos los de entonces, como muchos de ahora, y tenían esclavizado a la mitad del género humano; el cual, por puro temor servil, acataba las órdenes despóticas del látigo y del puñal. 

La Iglesia de Jesucristo, con la civilización evangélica, que manda el amor al prójimo como a nosotros mismos, desterró de la sociedad cristiana tan perversos errores; y por temor y amor de Dios ordenó a los fieles andar sometidos a los príncipes y gobernadores de los pueblos. 

Mas en el siglo XV aparecieron Wiclef y Juan Petit en el mundo, predicando nuevamente las ideas gentílico-revolucionarias a los ciudadanos, a quienes dieron poder para corregir, conforme a su arbitrio, a los señores delincuentes. Y añadieron, con universal escándalo, que cualquier tirano puede y debe, sin pecado, y hasta con mérito, ser muerto por su vasallo ó súbdito; aun sirviéndose para tal objeto de asechanzas ocultas y halagos, ó sutiles adulaciones, no obstante cualquier juramento ó confederación hecha con él, sin esperar sentencia ó manda de ningún juez. Precisamente esta es la doctrina propalada en escritos y discursos de muchos autores del nuevo régimen liberal radical.

De suerte, que ni siquiera en ello son originales los sectarios modernos, sino que copian sus anticlericales proposiciones de los antiguos paganos, de los herejes y de cristianos paganizados.

Por supuesto, que la Iglesia católica condenó, en el Concilio general de Constanza, las antisociales enseñanzas de los wiclefitas, como Pío IX y el Concilio Vaticano en nuestros días anatematizaron los principios revolucionarios del moderno liberalismo. Con todo lo cual note mucho la sociedad moderna, que huyendo del suave yugo de la Santa Sede, con que estuvo sumisa y abrazada la Edad Media, cayó bajo la tiranía de los asesinos y la punta de los puñales populares. No hay medio: ó el fallo paternal de los Papas, ó la tiranía tumultuosa y ciega del pueblo soberano. Et nunc, reges, intelligite!

A pesar de estas condenaciones, y de las doctrinas tan racionales como sociales de la Iglesia, la impiedad incrédula y judaica en el primer grado, sigue enseñando sus principios enemigos de todo orden y de toda sociedad, a saber: 
  • que el Estado es personificación variable, amovible, de todas las voluntades; 
  • dependiente en absoluto de ellas, ó de las muchedumbres; 
  • que el pueblo elige a sus mandatarios comunicándoles el ejercicio del poder, pero a gusto de los electores; 
  • que el rey es el primer diputado de la nación, simple ejecutor de lo que ella manda y resuelve; 
  • que todos los funcionarios son dependientes del pueblo soberano; 
  • que todo poder nace del pueblo, y quienes lo ejercen lo hacen por delegación del pueblo, quien se la puede retirar por fuerza ó voluntad libre. 

En suma: que el pueblo soberano y libre es fuente de toda autoridad, y de todo derecho; de su voluntad emana toda potestad y todo público poder. 

En estas teorías revolucionarias, librepensadoras, como se ve, no hay más ley, ni Dios, ni rey, que la voluntad soberana del pueblo. 

Y todo esto porque, según ellas, los hombres nacen libres, independientes y soberanos, verdaderos reyes y hasta dioses; y sus respectivas y libres voluntades forman el Estado dios; de donde la Estatolatría, admitida y predicada en forma distinta por todo liberalismo, fiero y manso.

Hegel, Rousseau, Gambetta, Ferry, Loubet, Combes, con la familia, en general, conservadora, convienen todos, por vías distintas y más o menos hipócritas, que la Religión pende en algún modo del Estado; el cual debe funcionar y gobernar sin Religión y sin Dios. 
He ahí el Estado dios con la política atea. 
El error tiene derechos como la verdad, dijo un jefe del Consejo de ministros, presidido por el rey de España. La política nada tiene que ver con la Religión, afirmó otro presidente en pleno Parlamento. ¿Y qué es todo esto, sino proclamar por modo indirecto, pero claro, la separación de la Iglesia y el Estado, la política atea y el Estado dios, y sin Dios? Pero todas estas afirmaciones son errores condenados por la razón, por la moral cristiana y por la Iglesia; porque si fuesen verdades, ¿qué rey, gobernador, ni potestad en la tierra podría gobernar con autoridad, seguridad y estabilidad? Además, la teoría vana de la soberanía popular convierte a la voluntad de las muchedumbres en supremo señor de todos los derechos; en ley y regla universal de toda verdad y mentira; de toda virtud y vicio; de todo mal y todo bien; la soberanía del pueblo es origen y principio generador del despotismo más desenfrenado; de la anarquía más antisocial y atea. El Estado, dice un escritor moderno, lo mismo que el pueblo a quien representa, puede exclamar en tal hipótesis: mi voluntad es razón y ley de todo; sic volo, sic jubeo: así lo ordeno y mando, porque así lo quiero.

Con tan falsas teorías, enemigas de Dios y de la sociedad, armoniza perfectamente la proposición condenada, que voy refutando: si el pueblo es señor absoluto de sus mandatarios, los reyes y gobernantes, dependientes suyos, podrá, cuando bien le pareciere, despedirlos; cambiar de criados, de sus representantes, los reyes y gobiernos, que ejercen su autoridad ó voluntad; y si fuere necesario, tomar las armas de la resistencia y la insurrección, escarneciendo y forzando a los príncipes, y rebelándose contra ellos. Por tales caminos siempre se ofrecen puertas abiertas para que los agitadores y las voluntades revolucionarias prendan fuego a las pasiones de las masas, y con tal polvorín promuevan desórdenes, huelgas y conflictos, que llevan derechamente a la demagogia. 

Si el pueblo, ó el Estado, su representante, sin Dios, sin religión, sin virtud, ni ley natural divina, es soberano absoluto, independiente hasta del mismo Dios, pues entonces todo cuanto haga, decrete y mande, es cosa justa, sagrada y santa. A todos sus decretos, aunque sean despóticos y tiránicos hay que obedecer y bajar la cabeza. Mas en la práctica, el pueblo soberano de nombre, alejado del yugo suave y ligero del Evangelio y de su autor Cristo, se ofrece víctima de la tiranía y del despotismo. Es ley constante de la Providencia Divina; quien huye y se mofa de la bondad paternal de Dios, caerá en manos de su justicia.

Además, contra la soberanía del pueblo, del dios Estado se levanta la tradicional doctrina del Espíritu Divino, que la santa Madre Iglesia guarda, conserva y enseña. Por mi reinan los reyes é imperan los príncipes, dice Dios en el cap. VIII de los Proverbios. 

Y por boca del Apóstol exclama (Rom., XIII): "No hay poder que no venga de Dios: omnis potestas a Deo est, y todo poder es ordenado de Dios; por lo cual, quien resiste al poder, resiste al orden establecido por Dios." 

Como consecuencia de estos principios eternos (respetados ó desconocidos), la autoridad nace y proviene de Dios, Soberano único, verdadero, independiente; porque, repito, es Criador de toda criatura, y por tanto, único Señor absoluto, fuente y origen de toda potestad, de toda justicia, de toda autoridad y de todos los poderes y derechos. Y no es verdad, como dejo dicho, sino error palmario y de experiencia, que el hombre nazca independiente y libre; el niño sale al mundo lleno de flaqueza, pobre, imposibilitado para todo y de todo necesitado en absoluto. En esta indigencia, precisamente; en tales carencias, dependencia y necesidades de la humana y flaca naturaleza puso el Criador uno de los primeros fundamentos de la sociedad entre los hombres; por consiguiente, según fue ya apuntado en otras proposiciones, estableció la autoridad y los poderes públicos, sin los cuales sería imposible cualquier sociedad.

De ninguna manera puede, pues, el hombre rebelarse contra los príncipes, reyes, gobiernos y autoridades; porque reyes, gobiernos y autoridades son ordenación y hechura de Dios, no de la falsa, ridícula y vana soberanía popular, revolucionaria; de la moderna gentilidad.

Por eso, y en armonía con la doctrina del cielo, revelada a los hombres desde el principio, el Papa León XIII, en su Encíclica "sobre el origen del poder social y la Constitución cristiana de los Estados,, nos repitió estas antiguas verdades: El hombre es, por naturaleza, un ser social y político; animal sociale politicum. 

De donde sacamos, que la sociedad, y por lo mismo el poder, es natural y cosa necesaria, luego no procede tampoco de las muchedumbres, ni de la voluntad humana, ni del ridículo invento de Rousseau, el Contrato social, ni mucho menos de la soñada soberanía popular. 

No; nada existe de artificial y arbitrario en el origen del poder y de la sociedad de los hombres. Por eso añade allí mismo el susodicho Pontífice Romano: "No siendo los hombres raza de seres vagabundos y solitarios, nacen para vivir en sociedad, prescindiendo de su beneplácito." 

Y aquella vida selvática y errante por los desiertos, de los primeros seres racionales, como las fieras, no tiene base ni fundamento, y se halla en oposición con los fastos y monumentos de la historia. ¿Quién será capaz de probar su existencia si no es en la fantasía de los incrédulos ignorantes, é impíos temerarios? Son, pues, ilusorias las teorías hereticales del liberalismo radical en orden al origen de la autoridad.


El mismo Papa León, en su otra Encíclica Diuturnum illud, para mayor claridad y conocimiento de punto tan importante, nos predica así: "Con razón enseña la Iglesia que la autoridad política viene de Dios, porque halla tal verdad atestiguada claramente en las Divinas Letras, así como en los monumentos de la antigüedad cristiana. Demás que no puede concebirse doctrina más conforme a razón y más en armonía con la salvación de príncipes y pueblos."

Todo lo cual es fundamentalmente verdadero, como testifican las Sagradas páginas arriba alegadas. 

De modo que la salvación de reyes y sociedad no es posible con los errores de la proposición sexagésimatercera. 

Si es lícito desobedecer caprichosamente a la autoridad y rebelarse contra el soberano, ¿cómo podrían subsistir pueblos, príncipes, ni gobiernos? 

Ni olvide nadie que las doctrinas salvadoras de la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de su Cabeza Suprema no se oponen a la constitución electiva de los ciudadanos y de los pueblos; porque una cosa es tener derecho de elegir y de votar, y otra muy distinta comunicar y transferir el principio de autoridad, que solamente puede dar quien la tiene. Por eso el Papa sobredicho, en la citada Encíclica Diuturnum illud, nos ofrece estas enseñanzas luminosísimas.
"Aquellos, dice, que deben estar al frente de los negocios, pueden, en ciertos casos, ser elegidos por la voluntad y resolución de las muchedumbres, sin que lo contradiga ni repugne la doctrina católica." 

Esto es; que la Religión divina y la Iglesia que la predica no se oponen al derecho de los pueblos para votar la mejor forma política que les convenga, ni a que elijan para gobernar y regir la nación las personas más aptas, justas y discretas entre los ciudadanos, sin menoscabo de la justicia. 
Pero todo esto no significa que el pueblo comunique a los tales elegidos la autoridad de que él mismo carece. Nemo dat quod non habet. 

Por cuya razón añade allí el Papa: "Esta elección nombra al príncipe, mas no le confiere los derechos del principado. No se da el mando ó la potestad, sino que con la elección se determina quién ó quiénes la han de ejercer. Quo sane delectu designatur princeps, non conferuntur jura principatus neque mandatur imperium, sed statuitur a quo sit gerendum." 

De donde resulta, que lejos de poder los súbditos desobedecer a las autoridades legítimas y sublevarse contra los reyes, están obligados en conciencia, como enseña San Pablo, a respetarlos y a defenderlos como buenos vasallos a su señor, como buenos hijos a su padre. Porque, repitámoslo, no del pueblo, ni de la tierra, sino de Dios, del cielo, procede la autoridad y el poder público, siendo, por tanto, los reyes y gobernantes ministros del Rey de reyes, Señor de señores.


Oigamos aún al Vicario de Dios, maestro supremo de estas enseñanzas entre los hombres: "Siendo el poder de aquellos que gobiernan el Estado una comunicación del poder Divino, reviste, por lo mismo, dignidad sobrehumana, no impía y absurda como la pretendida de los emperadores paganos, que aspiraban a los honores divinos, sino verdadera y sólida, procedente de especial beneficio y don de Dios. Por la cual razón, deberán los ciudadanos someterse y obedecer a los príncipes como a Dios; y esto, menos por temor de las penas que por respeto a la majestad, ni tampoco por agradarles, antes bien, por ser obligatorio y por conciencia." 
Así predica el Papa León a la depravada sociedad moderna en la citada y luminosa Encíclica Diuturnum illud

Y de todo ello podemos colegir cuán razonablemente y con cuánta oportunidad fue condenada por el inmortal Pio IX la proposición de su Syllabus, número LXIII;

y por consiguiente, que es cosa herética, impía, ilícita, escandalosa y antisocial negar la obediencia a los monarcas legítimos y rebelarse contra ellos.









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