P. José Fernández Montaña
El Syllabus de Pio IX.,
con la explicación debida y la defensa científica de la condenación de sus ochenta proposiciones
con la explicación debida y la defensa científica de la condenación de sus ochenta proposiciones
1905
No se debe violar el juramento: el crimen siempre merece castigo.
PROPOSICIÓN LXIV DEL SYLLABUS
DICE así en castellano: "La violación de un juramento, por santo que sea, y cualquiera acción criminal y perversa repugnante a la Ley Eterna, no sólo no es censurable, sino que es lícita y digna de las mayores alabanzas, cuando esto se hace por amor a la patria." Ofrécesenos condenada esta injusta y vana tesis en la Alocución Quibus quantisque, pronunciada por el mismo Soberano Pontífice Pío IX, en el día 20 de Abril, año 1849.
Así, pues, la contradictoria católica verdadera, deberá sonar así:
La violación del juramento y toda acción criminal y perversa repugnante a la Ley Eterna es censurable, cosa ilícita y digna de reprobación, aunque todo ello se haga por amor a la patria.
La conclusión reprobada, como se ve, tiene por lícita, hasta por laudable y justa, la violación del juramento, así como todo crimen y acto perverso, con tal que se hagan por amor a la patria. Pero tanto lo uno como lo otro, aunque sea por causa patriótica, es ilícito, inicuo y contrario a lo que el hombre, criatura, debe a Dios, su Criador.
¿Por ventura es menos Dios que la patria? ¿Debe, quizá, más el hombre a la patria que a Dios? El hombre, como es manifiesto, es infinitamente más deudor a Dios, su Hacedor y Redentor, que a la patria.
Muy dignos de aplauso y alabanza son los sentimientos de amor patrio; pero el amor que los hombres hemos de tener a Dios ha de ser y estar sobre todas las cosas. Precisamente, el primer precepto de la Divina voluntad es "amar a Dios sobre todas las cosas, super omnia" según nos enseña el Evangelio. Y esto por justicia, ya que Dios es Autor, Criador de todas ellas.
Según San Agustín en uno de sus sermones, jurar es poner o invocar a Dios por testigo.
San Jerónimo, hablando del juramento en sus Comentarios a San Mateo, nos enseña ser aquél un acto de culto supremo ó de latría.
No hay lugar aquí para especificar las clases y condiciones del verdadero juramento, según se estudia en los tratados de Teología moral; pero la simple definición del mismo basta para demostrar la divina invocación, presentando al mismo Dios por modo solemne como testigo de lo que se ha de hacer ú omitir.
De manera que ni por la patria, ni por nada, ni por nadie, es lícito violar el verdadero juramento, porque tal violación sería perjurio, amén del desorden y la injusticia de preferir y sobreponer la patria a Dios.
Ofrécese esta doctrina confirmada en el Santo Evangelio (Matth., cap. X, vers. 37),
resultando así herética la proposición reprobada sexagésimacuarta del Syllabus.
Por el citado Evangelio dice Dios: "Si alguno ama a su padre ó a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo ó hija más que a mí, no es digno de mí."
Si, pues, ni aun por amor de nuestros padres, ni tampoco de los hijos, se puede quebrantar el precepto divino, ni por tanto el juramento ó invocación testifical y de todo punto obligatoria de Dios, mucho menos se podrá violar por causa de la patria. En el mismo nivel y orden suele colocarse el amor paterno y el de la patria, pero sobre entrambos está, por naturaleza y por justicia, el amor de Dios, Señor, Criador de nuestros padres y de la patria.
Es, asimismo, desatino mayúsculo, irracional y herético predicar en libros, cátedras y discursos ser lícito cualquier acto criminal y perverso, y hasta digno de alabanza cuando se hace por amor patrio.
No hay quien no vea que el crimen y la perversidad son males repugnantes a la ley natural, a la Eterna, a la Divino-eclesiástica y también a la humana-civil.
Porque el crimen está prohibido por todas estas leyes, que lo condenan y castigan como acción atroz, que trae siempre consigo gravísimo daño al individuo, y en particular a la misma república.
Por consiguiente, no se puede cometer sin pisotear y escarnecer las leyes divinas y humanas, sin hacerse merecedor y reo de las penas debidas, aunque se lleve a cabo por amor a la patria.
Ya el Apóstol de las gentes, en su Epístola a los Romanos, dejó escrito para enseñanza universal: "No se pueden hacer males, porque de ellos vengan bienes" Non sunt facienda mala unde veniant bona (Rom., III, 8).
Las cuales palabras del Apóstol reprueban derechamente la doctrina falsa y herética de la proposición que se va refutando. Porque ésta, en tratándose del amor a la patria, aprueba y aun alaba el perjurio, el embuste, el hurto, el asesinato y cualquier delito criminal; mas el Apóstol, con la ley natural, eterna, divina y aun humana, la condena y anatematiza.
Con lo hasta aquí expuesto habría bastante, si esta proposición no intentara, por malicia de sus autores, aprobar y cohonestar los crímenes revolucionarios, destructores de la potestad regia gubernativa, y por lo mismo del orden social, con el pretexto ilusorio del pro y la defensa de la patria.
Si bien se recapacita, la proposición sexagésimacuarta del Syllabus es apoyo y fundamento falsísimo de la anterior sexagésimatercera, donde se establece la insurrección y la desobediencia a las autoridades, base del orden social.
Cualquier atentado, cualquier rebelión a los gobiernos y al soberano legítimo, hechos por amor patrio, en boca de la moderna incredulidad, es digno de aprobación y aplauso. Doctrina ya refutada en la anterior proposición.
El crimen cometido contra las autoridades y los soberanos, aunque sea por entusiasmo patrio, siempre es crimen, digno de reprobación y de las penas legales correspondientes.
No quiero entrar aquí en el delicado punto de la tiranía del soberano, sabiamente resuelta por Balmes y otros sabios publicistas, con los teólogos, moralistas y canonistas de mayor peso y competencia de nuestro siglo de oro, y del Santo Oficio.
Quede sólo indicado en este lugar que los pueblos de la Edad Media, con buen acuerdo y cristiano instinto, vistos y pesados inconvenientes gravísimos para ejercitar el derecho electivo, solían acudir a la Santa Sede, donde siempre hallaban prudentes soluciones a los conflictos; mas no a las turbas populares, donde no hay sino extravagancias y volubilidad, nacida de la ignorancia.
Por lo demás, nunca deja de ser criminal la rebelión del individuo contra la autoridad constituida, pública y privada.
La Iglesia, nuestra Madre, siempre ha condenado los delitos de los particulares; tampoco quiso, ni quiere, aprobar la insurrección popular contra el propio monarca ó presidente que no haya violado el pacto social con sus vasallos. Crimen de lesa majestad le llama el Papa León XIII en la Encíclica Immortale Dei: Obedientiam abjicere, et per vim multitudinis rem ad seditionem, vocare, est crimen majestatis; neque humanae tantum, sed etiam divinae.
Aunque sea, pues, por amor fingido ó verdadero de la patria, no es lícita, ni mucho menos laudable, la insurrección individual y popular contra la autoridad constituida y legítima.
El derecho de sedición, defendido y practicado por los hombres impíos y revolucionarios, es absurdo para toda sana razón y el citado Pontífice en el mismo documento. El cual derecho absurdo predica y ejerce la revolución moderna, porque tiene los ojos ciegos y apartados de las enseñanzas de la Iglesia, y solamente puestos en los inventos y fantasías de su caprichosa voluntad.
Por eso la Iglesia de Jesucristo ha enseñado siempre que, tanto los pueblos al formar sus constituciones, señalar ó elegir a quienes hayan de ejercer el poder público, como los monarcas y gobernantes en su régimen y dirección soberana secular, están sometidos a leyes superiores, naturales y divinas: a Dios, Rey de reyes, que se halla sobre todos los príncipes y reinos.
Ya se dijo arriba y debo repetir aquí, que el Criador de todas las cosas es Autor de las sociedades humanas, y en su consecuencia, tiene autoridad plena, absoluta, sobre ellas.
Si, pues, los pueblos se rebelan é insurreccionan contra lo dispuesto y constituido por Dios, ó, lo que es igual, contra el derecho natural y Divino, contra la autoridad bajada del cielo, con que gobiernan príncipes y superiores, cometen crimen punible, execrable, y sus actos, revolucionariamente y por la fuerza verificados, son nulos y contrarios a la justicia.
Sobre los reyes y los gobiernos regidores de los pueblos, están la ley natural y Divina, y a Dios, Señor y Dueño de reyes y de reinos, toca juzgar a las mismas justicias.
Por eso los pueblos de la Edad Media, como queda insinuado, cuando los príncipes se tornaban enemigos y conculcadores de la racional y cristiana constitución social, procedían unos y otros, reyes y súbditos, sometiendo al Vicario de Jesucristo sus diferencias mutuas. El Papa miraba y pesaba en la balanza de la justicia los intereses del pueblo con las acciones de los monarcas, y cuando la razón, el procomún y la justicia lo pedían, deponía a los malos soberanos y absolvía del juramento de obediencia a los vasallos. Mas no hallando delito en el monarca, demostraba su sinrazón a la muchedumbre y la sometía a la obediencia de sus reyes y señores. De suerte, que el crimen particular ó popular contra la inocencia y la justicia, aparece siempre y en todo caso reprobado por la Iglesia.
Y prescindiendo del amor a la patria, siempre inferior al amor y mandamiento de Dios, la misma Santa Madre Iglesia ha condenado y condena hoy mismo las acciones criminales de pueblos y de individuos. No es lícito, ni al pueblo, ni mucho menos al individuo, tomarse la justicia por sí mismo y alzarse contra las autoridades bajadas de lo alto.
Estas enseñanzas vitales predicó en todo tiempo la voz del Papa, no sólo a las muchedumbres, sino también a los reyes. Si bien la Iglesia, cuando es justo, defiende a los monarcas, pero les reprende igualmente y les predica de continuo la verdad. "Sea cual fuere, exclama León XIII, la forma de gobierno, todos los jefes de Estado deben absolutamente fijar la vista en Dios, supremo Gobernador del mundo, y en el cumplimiento de su cargo deben tomarle por modelo y norma. Con efecto; así como Dios, en el orden de las cosas visibles, crió las causas segundas, que reflejan de cierta manera su propia acción y naturaleza divinas, concurriendo a llevar los seres inferiores al fin a que tiende el universo, así quiso que en la sociedad civil haya una autoridad cuyos depositarios fuesen especie de imagen del poder de Dios sobre el humano linaje, no menos que de su Providencia. Debe, pues, el gobierno ser justo; porque no es tanto gobierno de un señor como de un padre, puesto que la autoridad de Dios sobre los hombres es justísima y anda acompañada de bondad paternal."
Con estas palabras, autorizadas y saludables del Papa León, queda contestada la afirmación infundada de los impíos, fautores de la proposición sexagésimacuarta del Syllabus, a saber: que la Iglesia católica, rechazando las teorías sociales, injustas, de la incredulidad moderna, perjudica los intereses populares, los derechos del individuo, y adula bajamente a los poderosos. No; la Iglesia no adula a nadie, sino que predica la verdad a todos; lo mismo a los príncipes que a las muchedumbres ofrece el crimen, el delito y toda acción perversa, como cosa detestable y digna de los castigos que las leyes de todo pueblo civilizado imponen a los criminales, y esto aun obrando por amor a la patria. El fin no justifica medios reprobables, pecaminosos.