CARTA CIRCULAR A
“LOS AMIGOS DE LA CRUZ”
SAN LUIS Mª GRIGNION DE MONFORT
DÉCIMO: Decidíos, queridos Amigos de la Cruz, a sufrir toda clase de cruces, sin exceptuar ninguna y sin elegirlas: cualquier pobreza, cualquier injusticia, cualquier pérdida, cualquier enfermedad, cualquier humillación, cualquier contradicción, cualquier calumnia, cualquier sequedad, cualquier abandono, cualquier pena interior y exterior, diciendo siempre: «Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme» (Sal. 56, 8; 107, 2). Disponeos, pues, a ser abandonados por los hombres y los ángeles, y hasta del mismo Dios; a ser perseguidos, envidiados, traicionados, calumniados, desprestigiados y abandonados por todos; a sufrir hambre, sed, mendicidad, desnudez, exilio, cárcel, horca y toda clase de suplicios, aunque seáis inocentes de los crímenes que se os imputan. Imaginaos, en fin, que después de haber sido despojados de vuestros bienes y de vuestro honor, después de haber sido expulsados de vuestra casa, como Job y Santa Isabel reina de Hungría, se os tira al barro, como a esta santa, o se os arrastra a un estercolero, como a Job, hediondo y cubierto de llagas (Job 2, 7-8), sin que se os dé un trapo con que cubrir vuestras heridas, sin un trozo de pan, que no se niega a un caballo o a un perro, para comer, y que en medio de tales males extremos, Dios os abandona a todas las tentaciones de los demonios, sin aliviar vuestra alma con la menor consolación sensible.
Creedlo firmemente: ahí está la meta suprema de la gloria divina y de la felicidad verdadera para un verdadero y perfecto Amigo de la Cruz.
UNDÉCIMO: Para ayudaros a sufrir bien, tomad la santa costumbre de considerar estas cuatro cosas:
En primer lugar, la mirada de Dios que, como un gran rey en lo alto de una torre, mira en el combate a su soldado, complacido y alabando su valor. ¿Qué mira Dios sobre la tierra? ¿A los reyes y emperadores en sus tronos? Con frecuencia no los mira sino con desprecio. ¿Mira las grandes victorias de los ejércitos del Estado, las piedras preciosas, en una palabra, las cosas que los hombres consideran más grandes? Lo que es más estimable a los ojos de los hombres es abominable ante Dios (Lc. 16, 15).
¿Qué es, pues, lo que mira con placer y gozo, y de qué pide noticias a los ángeles y a los mismos demonios? -Dios mira al hombre que por Él lucha contra la fortuna, el mundo, el infierno, y contra sí mismo, al hombre que lleva con alegría su cruz. ¿No has visto sobre la tierra una maravilla inmensa, que todo el cielo contempla con admiración?, dice el Señor a Satanás: ¿no te has fijado en mi siervo Job, que sufre por mí (Job 2, 3)?
En segundo lugar, considerad la mano de este Señor poderoso, que permite todo el mal que nos sobreviene de la naturaleza, desde el mayor hasta el menor. La misma mano que aniquiló un ejército de cien mil hombres (2 Re. 19, 35) es la que hace caer la hoja del árbol o el cabello de vuestra cabeza (Lc. 21, 18). La mano que hirió tan duramente a Job (Job 1, 13-22; 2, 7-10) es la misma que os roza suavemente con esa pequeña contrariedad. La misma mano que hace el día y la noche, el sol y las tinieblas, el bien y el mal, es la que permite los pecados que os inquietan: no ha causado la malicia, pero ha permitido la acción. Por eso, cuando veáis que un semejante os injuria y os tira piedras, como al rey David (2 Re. 16, 5-14), decíos interiormente: «no nos venguemos de él; dejémosle actuar, pues el Señor ha dispuesto que obre así. Reconozco que yo he merecido toda clase de ultrajes, y que con toda justicia Dios me castiga. Detente, brazo mío, y tú, mi lengua: ¡no hieras, no digas nada! Este hombre o esta mujer que me dicen y hacen injurias son embajadores de Dios, que de parte de su misericordia vienen para castigarme amistosamente. No irritemos, pues, su justicia, usurpando los derechos de su venganza. Ni menospreciemos su misericordia resistiendo los amorosos golpes de sus azotes, no sea que, para vengarse, nos remita a la estricta justicia de la eternidad».
Considerad que Dios, con una mano infinitamente poderosa y prudente os sostiene, mientras os hiere con la otra. Con una mano mortifica, con la otra vivifica; humilla y enaltece (Lc. 1, 52). Con sus dos brazos abarca por completo vuestra vida dulce y fuertemente (Sab. 8, 1): dulcemente, sin permitir que seáis tentados y afligidos por encima de vuestras fuerzas (1 Cor. 10, 13); fuertemente, pues os ayuda con una gracia poderosa, que corresponde a la fuerza y duración de la tentación y de la aflicción; fuertemente, sí, porque, como lo dice por el espíritu de su santa Iglesia, Él se hace «vuestro apoyo junto al precipicio ante el que os halláis, vuestro guía si os extraviáis en el camino, vuestra sombra en el calor abrasador, vuestro vestido en la lluvia que os empapa y en el frío que os hiela, vuestro vehículo en el cansancio que os agota, vuestro socorro en la adversidad que os abruma, vuestro bastón en los pasos resbaladizos, y vuestro puerto en las tormentas que os amenazan con ruina y naufragio» [Breviario antiguo].
En tercer lugar, mirad las llagas y los dolores de Jesús crucificado. Él mismo os dice: «¡vosotros, los que pasáis por el camino lleno de espinas y cruces por el que yo he pasado, mirad, fijaos! (Lam. 1, 12). Mirad con los ojos corporales y ved con los ojos de la contemplación si vuestra pobreza y desnudez, vuestros desprecios, dolores y abandonos, son comparables con los míos. Miradme, a mí que soy inocente, y quejaos vosotros, que sois los culpables». El Espíritu Santo nos manda por boca de los Apóstoles esa misma mirada a Jesús crucificado (Gál. 3, 1); nos ordena armarnos con este pensamiento (1 Pe. 4, 1), arma más penetrante y terrible contra todos nuestros enemigos que todas las demás armas. Cuando os veáis atacados por la pobreza, la abyección, el dolor, la tentación y las otras cruces, armaos con el pensamiento de Jesucristo crucificado, que será para vosotros escudo, coraza, casco y espada de doble filo (Ef. 6, 11-18). En él hallaréis la solución de todas las dificultades y la victoria sobre cualquier enemigo.
En cuarto lugar, mirad en el cielo la hermosa corona que os espera, si lleváis bien vuestra cruz. Ésta es la recompensa que sostuvo a los patriarcas y profetas en su fe en medio de las persecuciones; y es la que ha animado a Apóstoles y Mártires en sus trabajos y tormentos. Preferimos, dicen los patriarcas con Moisés, ser afligidos con el pueblo de Dios, para gozar eternamente con él, a disfrutar momentáneamente de un placer culpable (Heb. 11, 24-26). Soportamos grandes persecuciones en espera del premio, dicen los profetas con David (Sal. 68, 8; Jer. 15, 15). Somos por nuestro sufrimientos como víctimas condenadas a muerte, como espectáculo para el mundo, para los ángeles y los hombres, y somos como basura y anatema del mundo (1 Cor. 4, 9.13), dicen los Apóstoles y Mártires con San Pablo, por el peso inmenso de gloria que nos prepara la momentánea y ligera tribulación (2 Cor. 4, 17). Contemplemos sobre nuestra cabeza a los ángeles que nos gritan: «Guardaos de perder la corona señalada con la cruz que se os ha dado, si la lleváis bien. Pues si no la lleváis como se debe, otro la llevará como conviene y os arrebatará el premio. Combatid valientemente, sufriendo con paciencia, nos dicen todos los santos, y recibiréis un reino eterno» (Mt. 5, 10-12; 11, 12). Escuchemos, en fin, a Jesucristo, que nos dice: «no daré yo mi premio sino a quien haya sufrido y vencido por su paciencia» (Ap. 2, 7.11.17.26-28; 3,5.12. 21; 21,7). Contemplemos abajo el lugar que hemos merecido, y que nos espera en el infierno con el mal ladrón y los condenados, si como ellos sufrimos con protesta, despecho y venganza. Exclamemos con San Agustín: quema, Señor, corta, poda, divide en esta vida, castigando mis pecados, con tal que me los perdones en la eternidad.
Continuará...
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