VACANTIS APOSTOLICAE SEDIS

"Quod si ex Ecclesiae voluntate et praescripto eadem aliquando fuerit necessaria ad valorem quoque." "Ipsum Suprema Nostra auctoritate nullum et irritum declaramus."

EL LLAMADO PRINCIPIO DE NO INTERVENCIÓN ES INJUSTO Y HERÉTICO


P. José Fernández Montaña
El Syllabus de Pio IX.,
con la explicación debida y la defensa científica de la condenación de sus ochenta proposiciones
1905

El llamado principio de no intervención es injusto
PROPOSICIÓN LXII del SYLLABUS

Dice en castellano:
"Se debe proclamar y observar el principio que llaman de no intervención." 

Condenada, asimismo, fue esta proposición en la Alocución pontificia Novos et ante, que pronunció también Pío IX en 28 de Septiembre de 1860. 

Consiguientemente a tan soberana reprobación, la tesis sexagésimasegunda del Syllabus en sentido católico verdadero ha de predicarse así: No se debe proclamar, ni guardar el principio llamado de no intervención. 

El cual principio de no intervención, ó de no mezclarse en los hechos ajenos, en las guerras injustas, en los despojos tiránicos del más fuerte contra la propiedad, la inocencia y la debilidad santa, conquista es 1iberalesca de lo que hoy llaman derecho nuevo. 

Funesta cosa debe ser cuando el Vicario de Cristo la anatematizó denunciándola a la cristiandad entera como práctica inicua y vitanda. 

Si hemos de dar asenso a escritores, graves contemporáneos, fue Napoleón III quien primero la proclamó, aunque si bien se mira y pesa esta materia, Napoleón I, con sus invasiones y despojos, violentos y forzosos, y otros muchos prepotentes anteriores, la pusieron por obra apoderándose de lo que no era suyo, rechazando toda intervención y pretendiendo la legitimidad de sus latrocinios.

Noten bien los sobredichos escritores cuando señalan al mismo Napoleón III, a pesar de su reprobada teoría, de abandonar al cordero entre las garras lupinas, interviniendo pro domo sua, en la guerra de Crimea, protegiendo a los turcos contra los cristianos; en la italiana, despojando al Austria de la Lombardía en provecho de su amigo favorito y seguidor Víctor Manuel, robador sacrílego del territorio de la Santa Sede y otros Estados, para llevar a término la unidad del reino de Italia, sin consideración alguna a la justicia y la propiedad ajena; en la guerra de Méjico, adjudicando el imperio de aquel país al célebre Maximiliano, que tan trágicamente acabó su mando. 

Pues bien; Napoleón III, llamado con verdad interventor universal, reprobando su doctrina político-práctica, defendió con tesón las teorías de no intervenir ni mezclarse siquiera en pro de la justicia y la inocencia, poniendo impedimento hipócrita y farisaicamente a los gobiernos europeos para que no apoyasen al Vicario de Dios en la tierra contra las usurpaciones y el despojo sacrílego, escandaloso, que el rey de Cerdeña llevaba entonces a cabo, con grande menosprecio de la propiedad general en el territorio antiquísimo de los Papas. Y se ha de ponderar con mucho detenimiento que la estocada gravísima recibida por el principio santo de la justicia y la propiedad, no se curará mientras las cancillerías europeas no vuelvan sus Estados, sacrílegamente robados, al Padre común de los fieles, en cuyo latrocinio consintieron y siguen consintiendo.

Ni es posible olvidar que todos los gobiernos europeos, no solamente respetaron el principio vitando de no intervención, que el dicho emperador les impuso, y ellos aceptaron y practican, sino que, cobardes y dominados de egoísmo, reconocieron el reino de Italia, formado a la fuerza con el despojo sacrílego de los Estados de la Iglesia y de otros monarcas legítimos, señores naturales y poseedores de las provincias que se les robaron. Todo ello por la influencia, directa a veces y a veces indirecta, del emperador Napoleón, destacándose el silencio y el miedo vergonzoso de los reyes modernos, que tienen de tales, por la justicia de Dios, la menor autoridad posible. 

No se ha de olvidar tampoco la naturaleza del criminal principio de no intervención, el cual consiste en lo contrario de lo que el Criador tiene ordenado en su eterno Decálogo: amarás a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo. 

Pero según la nueva conquista liberal del derecho nuevo, que llaman no mezclarse en las cosas ajenas, habrá que dejar al monarca ambicioso y avaro, no amar, sino aborrecer al prójimo, arrebatándole sus tierras y provincias; y esto, sólo por ser menos poderoso, para apropiárselas por la ley bárbara del más fuerte. Habrá que permitir al ladrón, salteador de caminos, penetrar en casa del prójimo, nuestro hermano, para arrancarle y despojarle de lo suyo, sin deberle proteger, ni de palabra ni por obra. Habrá que dejar a los súbditos del buen soberano, prudente y justo, sublevarse contra su autoridad, rectitud y equidad: y por la única razón de no querer acceder a las exigencias é imposición revolucionaria de ellos, ni se le deberá defender y ayudar en su derecho, porque lo prohíbe el principio antisocial napoleónico. Y con tan nuevo é injusto procedimiento de abandonar la víctima entre las garras del león furioso, ¿dónde se queda el amor a los prójimos, que el mismo Dios ordena y manda?

De la falsedad é injusticia de tan perverso principio, dan testimonio práctico sus mismos defensores con la diversa conducta que observan. Porque si la intervención conviene a sus miras de ambición y codicia, entonces la procuran y defienden; en caso contrario, la atacan y persiguen. Todo lo cual queda insinuado en los procedimientos tan diversos usados por el emperador francés en las guerras de Crimea, Austria y mejicana, y más tarde en la invasión judaico-masónica contra el poder temporal de la Santa Sede para destruir, si fuera posible, el espiritual. Lo mismo pone por obra ahora la persecución del ministerio Combes en Francia contra el Cristianismo, el Catolicismo y el Vicario de Dios Pío X. Ni el emperador Bonaparte, ni los demás seguidores y aduladores suyos ofrecen otras razones en pro del reprobado-principio de no intervención, 'sino sus caprichos y conveniencias, por inicuas que ellas sean. Unos y otros no vienen a ser, en esta obra nefanda y antisocial, sino discípulos simples del taimado Maquiavelo. Seguir a ciegas la política del propio interés sin miramientos a la justicia, al tuyo ni al mío.

Pero la Iglesia de Dios y la moral cristiana condenan tal enseñanza, tal política y tal conquista libertaria del nuevo derecho. 

Como arriba se dijo, la Ley Divino-natural y la evangélica manda el amor de los prójimos: así, sus predicadores de todos tiempos han enseñado y enseñarán hasta el fin del mundo, que todo gobierno puede lícitamente y debe poner su fuerza moral y física en la protección y defensa del inocente, del más débil, que la necesite; y mucho más cuando protestando de inicuas invasiones y despojos inmotivados, la suplica y pide.

Porque si la ley humana y la Divino-natural obligan al individuo a defender en cuanto pueda la propiedad y persona del prójimo su semejante, inicuamente robado y perseguido, por la misma causa y vía está obligada la nación fuerte a defender a la débil si se ve atacada y contra justicia privada y despojada de lo que es suyo. 

La ley natural, divina y aun la humana, lo mismo comprende y liga a los particulares que a los gobiernos y sociedades. Si el hombre es, en verdad, hermano de su semejante, las sociedades y naciones deben asimismo considerarse como hermanas, protegiéndose, ayudándose y defendiéndose mutuamente en los casos necesarios.

Aparte todo esto, la historia está llena de casos de intervención y de tratados de alianza ofensiva y defensiva entre pueblos amigos, establecida para mutuo apoyo con bases que el derecho de gentes manda cumplir y prohíbe descuidar. En todo lo cual andan conformes hasta las mismas sociedades paganas y salvajes. 

En vista de ello, razón hay para acusar de injusticia y de barbarie a Lord Palmerston, a Napoleón III, con todos sus amigos fieros y mansos, seguidores de aquel Gran Oriente; porque reconociendo y proclamando injusta la invasión de Víctor Manuel para despojar sacrílegamente al Papa de su poder temporal, proclamaban al mismo tiempo, como principio de equidad y derecho, la no intervención. 

El Piamonte, dijeron, carece de toda razón y causa justa para asaltar y apoderarse del territorio ajeno, de las provincias de la Iglesia; pero nosotros no tendríamos tampoco razón y motivo para intervenir en la contienda puramente nacional. Que cada cual defienda su casa como pueda. ¡Y a esto llaman hoy civilización y progreso!

Digan sobre esto cuanto quieran Lord Palmerston y el emperador humillado por el látigo de Alemania y de la justicia de Dios en Sedán; los hombres, por ley natural y Divina, podemos y debemos mutuamente socorrernos y defendernos de inicuas agresiones. Y esto vale tanto entre personas particulares como entre las sociedades nacionales. 

Establecer y enseñar lo contrario con ingleses, franceses é italianos católico-liberales, capitaneados por Palmerston y Napoleón III, es doctrina perniciosa, sediciosa, destructora del público derecho de gentes, y por añadidura, herética. 

Así lo declaró la Suprema autoridad de la Iglesia cuando enseñó de palabra y por escrito esto mismo, diciendo: "La doctrina evangélica sobre que el socorrerse mutuamente los hermanos sólo mira a las personas privadas, pero jamás a las relaciones políticas en favor de gobiernos legítimos a quienes injustamente atacan enemigos interiores ó exteriores, est pernitiosa societati, seditiosa, jurispublici et gentium destructiva" clara se destaca en las palabras copiadas la reprobación y el anatema lanzado por la Iglesia contra el principio liberal revolucionario de la no intervención. 

El Romano Pontífice al declarar tales verdades y condenar tamaños errores, no hizo sino enseñar lo que el mismo Espíritu Santo en las páginas sagradas ofrece. En cien lugares del Antiguo Testamento, en los libros de los Reyes, de los Jueces, de los Macabeos, y en muchos otros autores sacros, se nos ponen delante alianzas é intervenciones de reyes con reyes, pueblos con pueblos, para la mutua protección, apoyo y defensa. Ni siquiera aparece reprobada, antes bien, consentida y alabada la célebre alianza de los ejércitos judaico-macabeos con el pueblo gentil, poderoso, de Roma, contra la injusticia y la crueldad. ¿Quién ignora las cartas y documentos célebres de aquel mutuo concierto de hebreos y de romanos?

Todo ello se tiene como doctrina corriente entre los reinos y los pueblos, en orden a la necesaria intervención en casos justos, así en particular como en general. 

Pero resulta aún más, cuando se trata de la defensa obligatoria de los hijos para con sus padres, si por ventura se ven éstos ultrajados y despojados tiránica é inicuamente por gente sectaria, que ni tiene conciencia moral, ni mira los medios buenos ó malos para llevar adelante sus latrocinios nefandos y sacrílegos. Porque la invasión del rey de Cerdeña en los Estados y sagrado territorio de la Iglesia de Cristo, latrocinio fue sacrílego y nefando, condenado por la conciencia pública y la justicia, siendo el imperio napoleónico francés participante activo de tan gran crimen, cuyo jefe supremo ponía entonces el veto de la no intervención en todas las cancillerías europeas, para que los enemigos pudiesen más fácilmente rematar su inicua obra. Y no hay duda que las naciones cristianas hijas son de la Iglesia católica, como engendradas todas en Cristo por ella, mediante el bautismo, que hace de los hombres hijos de Dios y herederos del cielo. Debieron, por lo mismo, las sociedades cristianas defender todas unidas los derechos conculcados de su Madre por Víctor Manuel, apoyado por Napoleón III, quien retiró de Roma sus ejércitos, desamparó al Padre Santo, facilitó los caminos al injusto agresor y usurpador sacrílego, y arraigó en Europa el principio iniquísimo de la no intervención. 

Con justicia, pues, lo reprobó, condenó y anatematizó la autoridad suprema de la Iglesia, el Romano Pontífice: con fundamento filosófico-natural lo reprueba además la razón pura y sana.






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