Papa Pío VII. Venerables hermanos e hijos amados, saludos.
Aunque estáis separados de Nosotros por un inmenso espacio de tierras y mares, sin embargo, Venerables Hermanos e Hijos amados, Nos son bien conocidos vuestra piedad y vuestro celo en la práctica y predicación de la Religión.
Puesto que entre los excelentes y principales preceptos de la santísima Religión que profesamos está el que prescribe la sumisión de toda alma a las autoridades superiores, tenemos por cierto que en los movimientos sediciosos, tan dolorosos para Nuestro corazón, que se han desarrollado en estas regiones habéis sido asiduos consejeros de vuestro rebaño y habéis condenado las sediciones con espíritu firme y justo.
Sin embargo, siendo en la tierra representantes de Aquel que es el Dios de la paz y que, naciendo para redimir al género humano de la tiranía del diablo, quiso anunciar la paz a los hombres a través de sus ángeles, creímos que era precisamente esa función que, aunque sin mérito, ejercemos, para alentaros aún más con esta carta nuestra a no descuidar los esfuerzos por erradicar y destruir por completo la maleza muy desastrosa de disturbios y sediciones que un hombre enemigo ha sembrado allí.
Lo cual fácilmente conseguiréis, Venerables Hermanos, si cada uno de vosotros, con todo el celo posible, pone ante los ojos de vuestro rebaño los gravísimos y terribles daños resultantes de la rebelión; si ilustrará las virtudes singulares y atroces de nuestro querido hijo en Cristo Fernando, Rey Católico de España y vuestro, para quien nada es más precioso que la Religión y la felicidad de sus súbditos; y, por último, si se ilustran los sublimes e inmortales ejemplos que dieron a Europa los españoles, que no dudaron en sacrificar sus vidas y sus fortunas para ser testigos de la Religión y de su lealtad al Rey.
Por eso, Venerables Hermanos e Hijos amados, procurad estar dispuestos a cumplir Nuestras exhortaciones paternales y Nuestros deseos, recomendando obediencia y fidelidad a vuestro Rey con el mayor compromiso: sed merecedores de los pueblos confiados a vuestra custodia; aumentad el cariño que Nosotros y vuestro Rey ya os profesamos, y por vuestros esfuerzos y labores obtendréis en el cielo la recompensa prometida por Aquel que llama a los pacíficos bienaventurados e hijos de Dios.
Mientras tanto, con felices deseos de tan ilustre y fructífero compromiso, os impartimos con amor, venerados hermanos e hijos predilectos, la bendición apostólica.
Dado en Roma, cerca de Santa María la Mayor, bajo el anillo del Pescador, el 30 de enero de 1816, año decimosexto de nuestro Pontificado.
PIVS P.P. VII
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