“La predicación de las primeras verdades de la fe y de los fines últimos, nos dice S.S. Pío XII, no sólo no ha perdido nada de su actualidad en nuestros días, sino que se ha hecho más necesaria y urgente que nunca. Incluso la predicación sobre el infierno. Sin duda, este tema debe ser tratado con dignidad y sabiduría. Pero en cuanto a la sustancia de esta verdad, la Iglesia tiene ante Dios y ante los hombres el sagrado deber de anunciarla, de enseñarla sin atenuación alguna, tal como Cristo la ha revelado, y no hay circunstancia de tiempo que pueda disminuir el rigor de esta obligación. Obliga en conciencia a todo sacerdote a quien, en el Ministerio ordinario o extraordinario, se le encomiende el cuidado de instruir, advertir y guiar a los fieles. Es cierto que el deseo del Cielo es en sí mismo un motivo más perfecto que el temor del castigo eterno; pero de ello no se sigue que éste sea también para todos los hombres el motivo más eficaz para apartarlos del pecado y convertirlos a Dios».
Fue nuevamente S.S. Pío XII quien, durante la solemne recepción
de los Juristas católicos italianos, el 6 de febrero de 1955, recordó
cuán terrible es el infierno:
"La Revelación y el Magisterio de la Iglesia lo establecen con
firmeza: después del final de la vida terrena, los que sean
acusados de una falta grave serán sometidos por el Maestro
Supremo a un juicio y sufrirán una pena que no implica liberación ni perdón. Dios podría incluso en el más allá perdonar tal pena:
todo depende de Su libre voluntad; pero nunca lo concedió ni lo
concederá jamás. No es este el lugar para discutir si este hecho
puede ser rigurosamente demostrado por la sola razón natural;
unos lo afirman, otros lo dudan. Pero ambos traen a sus
argumentos consideraciones ex ratione que indican que tal
disposición de Dios no es contraria a ninguno de Sus atributos, ni
a Su justicia, ni a Su sabiduría, ni a Su misericordia, ni a Su
bondad; muestran también que tampoco está en oposición con
la naturaleza humana dada por el mismo Creador, con su
absoluta finalidad metafísica tendiente a Dios, con el ímpetu de
la voluntad humana hacia Dios, con la libertad física de la
voluntad, arraigada y siempre presente en la criatura humana.
Todas estas reflexiones dejan indudablemente en el hombre,
cuando juzga apoyándose sólo en su propia razón, una pregunta
final que no se refiere ya a la posibilidad sino a la realidad de tan
inflexible sentencia del Juez Supremo. Por lo tanto, nadie se
sorprenderá de que un teólogo de gran renombre pudiera
escribir a principios del siglo XVII: Quator sunt mysteria nostrae
sanctissimæ fidei maxime difficilia creditu menti humanae:
mysterium Trinitatis, Incarnationis, Eucharistiae et æternitatis
suppliciorum1. Pero a pesar de todo esto, el hecho de la
inmutabilidad y eternidad de este juicio de reprobación y su
cumplimiento es indiscutible. Los debates que ha suscitado un
libro de reciente publicación manifiestan a menudo un grave
desconocimiento de la doctrina católica y parten de premisas
falsas o mal interpretadas. En el presente caso, el legislador
supremo, en uso de su poder superior y absoluto, fijó la validez
irrevocable de su sentencia y su ejecución. Esta duración
ilimitada es por tanto la ley vigente”.
(S.S. Pío XII, Discurso a los
juristas católicos italianos, 5 de febrero de 1955).