Sabemos que los Pontifices romanos poseen también, tan legítimamente como otro cualquiera sobre la tierra, bienes, derechos y una soberanía (bonna jura aimperia); sabemos además, que estas posesiones, mientras están dedicadas a Dios, son sagradas, y que no se puede, sin cometer sacrilegio, invadirlas: la Sede apostólica posee la soberanía de la ciudad de Roma y de sus Estados, a fin de que pueda ejercer un poder espiritual en todo el universo, más libremente, en seguridad y en paz (liberior ac tutior). Felicitamos por ello, no solo a la Sede apostólica, sino también a toda la Iglesia universal, y deseamos con todo el ardor de nuestros votos que este principado sagrado permanezca, pues, sano y salvo, de todas maneras…Dios, que quería que esta Iglesia, la Madre común de todos los reinos, no dependiese en lo sucesivo de un reino en lo temporal, y que la Sede, en la que todo los fieles debían guardar la unidad, fuese colocada al fin sobre las parcialidades que los diversos intereses y los celos de Estado pudiesen producir, echó los fundamentos de este gran proyecto por mano de Pepino y de Carlomagno. Por una consecuencia feliz de su liberalidad, la Iglesia, independiente en su Jefe de todos los poderes temporales, se ve en estado de ejercer más libremente el bien común, y bajo la protección común de los Reyes cristianos, este poder celestial de gobernar las almas; y teniendo en la mano la balanza derecha, en medio de tantos imperios frecuentemente enemigos, mantiene la unidad en todo el cuerpo, ya por inflexibles decretos, ya por sabias modificaciones.