La gran cuestión, la cuestión funestísima que en sentir de los profetas y doctores de cierto color había de revolver al mundo, y desquiciarlo por completo; digámoslo de una vez, la infalibilidad del Romano Pontífice, espantajo contra el cual se nos estuvo durante algunos meses aturdiendo, como si los católicos a fuerza de experiencias no conociésemos ya la maula de nuestros adversarios, que de este modo creían poder minar a su salvo la autoridad fundamental de la Iglesia y del Concilio, so pretexto de una cuestión libre; la infalibilidad, esa temerosa cuestión se ha resuelto al fin; esa odiosa infalibilidad ha sido sacada ya de la abrasada arena de las discusiones, y elevada con majestad a la serena y tranquila región de los dogmas eternos e inmutables como Dios. El Concilio habló, y, tranquilicémonos, salgamos, pueblo amigo, de nuestra mortal ansiedad; ni se han perturbado los elementos, ni se detuvo en su carrera el sol, ni han salido de su cauce los ríos, ni ha sucedido uno solo de cuantos desquiciamientos nos profetizaran los augures del racionalismo más ó menos disfrazado. Por más bulla y agitación que con fines muy poco piadosos se haya movido, ha pasado hoy exactamente lo de siempre. El Concilio ha deliberado: como en toda deliberación, anduvieron discordes algunos pareceres: si no pudiese haber sido así, ¿a qué discutir? definió, por fin, y en sus definiciones se ha acatado, como en el siglo I, no la soberanía popular, no el sufragio universal, no la ley de las mayorías, sino el Placuit Spiritui Sancto et nobis, la inspiración divina que ha hablado por medio de la Iglesia, que es su órgano en la tierra. Y aquí punto redondo. El católico, llámese como se quiera, sea cual sea la nacionalidad a que pertenezca, haya votado con la mayoría ó con la oposición (¡qué necia palabra!), ni una sílaba enmendará de lo definido, ni se creerá con autoridad para añadirle una coma . Esta es nuestra fe y esta es nuestra fuerza.
Mientras sobre este punto anduvo la discusión candente y apasionada, mientras con armas de todas clases y a veces muy poco leales se nos combatía y se nos ultrajaba, no creí prudente, pueblo mío, hablarte de ella, ni aun para llamar tu atención sobre algunos puntos de curiosa enseñanza que ofrecía la lucha. Ahora, calmada ya la tempestad ficticia que contra ese punto se promovió por quien tenia interés en ello, hora es ya de que juntos, tú y yo, pasemos por el tamiz de la controversia franca, amigable y campechana tus escrúpulos y prevenciones; y cuenta que con poquísimo que aprendas has de tener lo suficiente para habértelas honrosamente con cualquier sabiondo de gacetilla que el diablo te echare á las narices. Pongamos, pues, en claro estos tres puntos :
¿En qué motivos se funda?
¿Qué importancia tiene en nuestro siglo su definición?
—¿En qué consiste la infalibilidad?
— ¡Toma! en creer y confesar que el Papa es infalible.
—Valiente perogrullada. Pero, ¿qué se entiende por ser el Papa infalible? Es que he leído yo en periódicos, de cuyo nombre no quiero acordarme, que el Papa, después de esta definición de su infalibilidad, la tendría tan absoluta que llegaría a darle quince y falta al famoso Zaragozano en pronósticos de lluvias y buen tiempo. O lo que es lo mismo, que el Papa ya nunca jamás de Dios amen podría en nada equivocarse. Y esto es absurdo a todas luces.
—Pues , amigo mío, el periódico en cuestión escribiría pura y simplemente para suscritores inconscientes, delicado adjetivo con que de algún tiempo acá designamos a los que antes llamábamos tontos. La infalibilidad es una cosa muy vieja para que se meta tanto ruido por ella. Vas a entenderme. ¿Creías tú que la Iglesia no podía jamás enseñarte sino la verdad en materias de fe y de moral?
—Claro que sí, y precisamente por esto creo que todo lo que la Iglesia me enseña y manda es tan verdadero y tan justo como si en persona me lo enseñara y mandara el mismo Dios. No se puede ser católico sin admitir esta verdad fundamental.
—Pues bien : de esta suerte admites ya la infalibilidad de la Iglesia.
—Evidente .
— Y pregunto ahora, ¿quiénes componen esta Iglesia que enseña y que manda con autoridad infalible? ¿No son el Papa y los Obispos?
— No tiene duda.
— Pues atiende ahora, por Dios, y atiende bien. La infalibilidad del Papa, que acaba de ser definida por el Concilio, no significa sino lo siguiente: El Papa por sí solo, sin necesidad de reunir o de consultar á los Obispos, enseña y manda con igual seguridad e igual certera que reunido con ellos. La infalibilidad que siempre has reconocido en la Iglesia, en adelante has de reconocer que reside especialmente en su jefe y cabeza el Papa. En menos palabras: Así como la Iglesia de Dios en sus enseñanzas es infalible, así es también infalible en sus enseñanzas el Papa, que es cabeza de la Iglesia de Dios. Atiende que digo en sus enseñanzas. Dime ahora por compasión, y no te burles del desatino: ¿Se ha dicho jamás que la Iglesia fuese infalible en todo?
— No por cierto; nunca se ha dicho que lo fuese más que en materias de Religión. Nunca ha pretendido serlo en cuestiones de química ó de jurisprudencia, por ejemplo.
—Descansa , pues, en paz, que ni el Papa ni cien Papas tendrán jamás la infalibilidad de otro modo . Tranquilícese el periódico bufón e impío que leíste; el Papa no se meterá en virtud de su infalibilidad a profeta de lluvias y tempestades; ni por ella ha de temer nada en daño de su reputación el astrólogo Zaragozano. Sépaste, en cambio, que cuando el Papa en asuntos de doctrina católica, ó que se rocen con ella, dijere si, será sí, y cuando dijere no, será no, sin que haya en adelante apelación de ningún género contra esta suprema e infalible autoridad.
—¿De suerte que no hay más que eso?
— Ni más ni menos.
— Pues ¿á qué queda reducido todo aquello de que la infalibilidad es el triunfo de la reacción y del oscurantismo, la condenación del progreso moderno, el predominio de la teocracia, la manzana de la discordia para las naciones, y hasta, hasta para las familias, como decía con singular inocencia un periodiquillo que leemos acá todos los días? ¿A qué se reduce toda esta bambolla si no hay más ni menos que lo que acabáis de explicar?
— ¿ A qué se reduce? ¿A qué? A puro deseo de embaucar y de levantar polvo y gritería contra nuestra Madre. Atiende a una observación. La mayor parte de los que atacan la infalibilidad del Pontífice son los que blasfeman también negándole á Cristo su divinidad y al mismo Dios su existencia. No todos se hallan, es verdad, en este caso. Mas, ¿con qué derecho tratan de la mayor ó menor extensión de las prerrogativas del Pontificado los que no admiten la divinidad del mismo Autor del Pontificado? ¿No es esto ridículo? Pues esto es lo que ha pasado. De donde sacarás el caso que debemos hacerles a los enemigos de la verdad cuando quieren meterse a consejeros suyos, afectando por sus intereses un celo que no es sino máscara mal disimulada del odio. Déjennos que los católicos arreglemos entre nosotros nuestras cuestiones de familia, que para éstas no nos faltará Dios. ¿Por ventura nos hemos metido jamás á disputarle la mayor ó menor extensión de sus atribuciones al gran Oriente de la Masonería? El caso es el mismo.
¿En qué razones ó motivos se funda la infalibilidad?
Se funda en iguales razones que en las que se funda su autoridad suprema sobre toda la Iglesia. Desenvolvamos esta idea.
¿Es ó no es el Papa jefe y cabeza de la Iglesia? Así lo hemos confesado siempre los católicos , y no lo seria el que profesase doctrina contraria. Es, pues, el Papa la autoridad suprema é inapelable en la misma Iglesia; su palabra es la palabra decisiva que cierra toda discusión y resuelve toda duda; si los concilios tienen alguna legalidad, es porque son convocados por él; si son obligatorias sus resoluciones, es porque él las confirma. Los acuerdos más respetables de las más graves Congregaciones nada significan si él no los autoriza con su sello; los errores más perniciosos no se dan jamás por vencidos hasta que han sido heridos con el anatema de sus labios. Esta es la verdad de lo que pasa: no establezco teorías; consigno hechos de los cuales responde la historia.
Ahora bien, si la Iglesia ha de ser infalible, como ha de serlo para todo católico, ¿quién ha de ser el depositario central (digámoslo así) de esta infalibilidad? ¿Los miembros ó la cabeza? Me dirás tal vez que los miembros unidos a la cabeza, ó lo que es lo mismo, los Obispos todos unidos al supremo Pastor. Está muy bien. Pero en esta reunión ¿quién constituye la parte principal? El Papa. ¿Quién la convoca? El Papa. ¿Quién la disuelve? El Papa. ¿Quién da á sus actos aprobación ó se la niega? El Papa. Luego por esto mismo se reconoce en el Papa una prerrogativa que no se reconoce en ningún otro obispo ni en todos los obispos reunidos: la prerrogativa de tener voto decisivo, de fallar en última instancia, de dar sentencia absoluta é inapelable, de poder corregir á todos, y de que nadie pueda enmendarle la plana á él, y por estas razones reconocemos la infalibilidad del Romano Pontífice.
Los que años atrás sostuvieron en las escuelas la opinión de que el concilio universal era superior al Papa, no sé cómo pudieron desentenderse jamás de esta sola sencillísima pregunta: ¿Cómo puede ser superior al Papa el concilio que sólo tiene existencia y fuerza y autoridad por la aprobación que le da el Papa? ¿Quién es superior, en todo país de buen sentido, el que necesita la aprobación de otro ó el que se la da? Luego la Iglesia ha creído siempre infalible la autoridad del Papa, supuesto que nunca ha creído que cosa alguna tuviese valor si no estaba confirmada por esta suprema ó infalible autoridad.
—Cabal . Pero ¿cómo es que hasta nuestro siglo no se haya declarado dogma de fe ésta que os parece verdad tan incontestable? No veo que sea tan fácil dar á esto una respuesta satisfactoria.
— Es facilísimo. La infalibilidad acaba de ser proclamada de derecho ó como doctrina sin duda, por las razones que diré más abajo; empero desde el primer siglo del Cristianismo estaba reconocida de hecho ó en la práctica. Y no se me citará una sola página de la historia que esté en contradicción con lo que acabo de afirmar. Seria enojoso aducir aquí un catálogo de hechos históricos en mi apoyo. Yo desafío á los adversarios á que me citen uno solo que hable á su favor. Los mismos herejes con su conducta han manifestado reconocer la infalible autoridad del Romano Pontífice. Condenados por sus obispos particulares, ¿á quién acudieron siempre en apelación? Al Papa. Luego reconocieron en él el depositario de la infalibilidad de la Iglesia. Los que tanto afectan alarmarse por esta palabra infalibilidad, no concibiéndola sino como una exageración absolutista ó ultramontana de la autoridad pontificia, tengan en cuenta una observación oportunísima que á este propósito recuerdo haber leído en no sé cuál de las obras del esclarecido De Maistre. La infalibilidad es tan esencial á toda autoridad, son en el fondo tan idénticas ambas nociones, que aun los poderes humanos, no teniendo la infalibilidad realmente, porque á ninguno de ellos se ha prometido particular asistencia de Dios, se han visto no obstante obligados á suponérsela, ó lo que es lo mismo, á obrar como si la tuviesen. Obsérvalo, pueblo mío: todo poder supremo en la sociedad es considerado como infalible. El tribunal supremo de la nación revisa los fallos de todas las audiencias, y él no es revisado por otro. Sus sentencias forman jurisprudencia, es decir, forman ley, y se tienen siempre como verdad. De la sentencia judicial han dicho los jurisconsultos que debe de tal modo considerarse como infalible como si pudiese hacer lo blanco negro y lo negro blanco. Nunca los teólogos hemos dicho tanto de la infalibilidad pontificia. He ahí, pues, un ejemplo de infalibilidad civil. Y si deseas otros, mira lo que sucede en las cortes soberanas de una nación en periodo constituyente, ó con la sanción del príncipe en una monarquía constituida, ó con los decretos de una asamblea suprema en cualquier república bien montada. Siempre los acuerdos de estos poderes se tienen por infalibles, aunque disten mucho de serlo. Y si no se les supusiera esta infalibilidad, ¿qué fuerza tendrían sus leyes? ¿Por qué me obliga una ley, sino porque he de suponer que siempre es la verdad? Luego he de suponer también siempre en el que la hace una cierta infalibilidad. No tiene réplica.
Ahora bien: líbreme Dios de comparar esta infalibilidad, supuesta sólo por una ficción legal, con la infalibilidad del Papa, que es real y verdadera. Al Estado bástale aquella infalibilidad exterior, porque su acción no pasa del hombre exterior. La Iglesia necesita en su Jefe la infalibilidad interior ó real, porque su acción es interna, y aspira nada menos que á imponer creencias ó convicciones. De aquí que la autoridad del Papa no seria autoridad de fe si no fuese realmente infalible, del mismo modo que la autoridad del Estado no seria autoridad externa como debe ser, si á lo menos externamente ó siquiera por suposición no se hallase también revestida de la infalibilidad. Creo que todo hombre medianamente pensador se sentirá movido por esta profunda razón de analogía, deducida por el sabio publicista francés de la misma naturaleza de las cosas, de la misma noción filosófica de la autoridad.
¿Qué importancia tiene en nuestro siglo la definición dogmática de esta verdad?
—Habéis dicho que la infalibilidad del Papa estaba reconocida de hecho desde el primer siglo del Cristianismo. ¿Qué significa, pues, su definición promulgada hoy con todo el aparato de un gran acontecimiento, sin que hayan sido parte para impedirlo la agitación de ciertos espíritus, el disgusto de algunos Gobiernos, la gritería, en fin, de toda la Europa revolucionaria?
—Precisamente tienes en estas últimas palabras toda la explicación. El Concilio actual es una gran batalla que el Catolicismo (no el neo ni el viejo, no el liberal ni el reaccionario, sino el de siempre, viejo como la verdad y eterno como Dios) viene librando contra el espíritu racionalista moderno, más opuesto cada día á sus principios fundamentales. El Concilio es una gran batalla, sí, y la definición de la infalibilidad es uno de los puntos de ataque más empeñado, y por esto ha sido mayor aquí la resistencia. La corriente de las ideas modernas tiende á lo que se llama la emancipación del pensamiento, ¿no es verdad? Y la tal emancipación no es, hablando en plata, más que la rebelión de la razón orgullosa contra la fe, ¿no es cierto también? Pues he aquí por qué la Iglesia con su actual declaración tiende à estrechar más y más los lazos entre la fe y el pensamiento, por desgracia ya harto aflojados. De sobras lo sabe quien anda cacareando por ahí que Roma con la infalibilidad quiere remachar más y más las cadenas con que tenia subyugado al mundo . Sí, cierto, ciertísimo; su deber es retener al mundo en tan dulces prisiones, y por esto cuidará eternamente que no se le gasten los grillos: su deber es conservar al mundo bajo este yugo, y conviene por ende apretarlo otra vez cuando los espíritus indóciles forcejean para sacudirlo como enojoso. Ya ves si soy franco y condescendiente, y aun atrevido, pues hasta no dudo aceptar la fraseología y terminachos con que creen deprimirnos nuestros adversarios. Ser católicos es creer; creer es, según el Apóstol , cautividad y prisión del entendimiento: mira tú , pues, si lo acierta sin pensarlo quien habla de esclavitud y de remachar, y de yugo y de cadenas. Sí, señor, todo esto hay, y lo tenemos los católicos á mucha honra.
He aquí, á mi humilde parecer, una de las razones que hacen oportunísima en el presente siglo la definición de la infalibilidad. En los demás era apenas combatida la autoridad del Papa: sin habérsele declarado personalmente infalible, se le sometían los espíritus todos , y aun en cuestiones puramente humanas su voz era siempre oída, y por lo común decisiva. La Iglesia estaba en posesión y uso, digámoslo así, del dogma que hoy ha definido, sin curarse por entonces de consignarlo en su símbolo, antes permitiendo sobre él las disputas de las escuelas. Hoy han cambiado infinitamente las cosas. Conviene, pues, no dejar asidero alguno á la impiedad para sus rebeldías: conviene que mañana no se pueda rehusar una decisión pontificia con el pretexto de que su autoridad infalible no es dogma de fe; conviene que no quede ya lugar alguno para evitar la condenación con hipócritas apelaciones al futuro Concilio; conviene, finalmente, que así como la acción del error y su propagación se han hecho por las circunstancias de los tiempos tan rápidas y eficaces, así sea también rapidísimo, y de consiguiente eficacísimo, el rayo que le hiera y le confunda. Y todo esto se consigue con la proclamación de la infalibilidad; y todo esto explica lo mucho que ha mortificado este asunto á nuestros eternos enemigos. Yo, aun sin entenderla, me hubiera decidido á favor de ella solo con ver el frenesí, la desesperación y la rabia que introdujo en el campo revolucionario. Por esto me han divertido extraordinariamente sus manejos y sus calumnias, al paso que me llenaba de gozo el alma la actitud tranquila y reposada con que los Padres conciliares ventilaban la materia entre el ruido y gritería de tanto malandrín vocinglero, y la serenidad con que la daban por definida, arrojándola luego como un reto á la agitada Europa. Como un reto, sí; porque ¿no se nos ha retado mil veces á nosotros? ¿no se nos ha provocado á que diésemos señales de nuestra fuerza y vitalidad? Pues ahí las tiene el mundo , y retámosle á su vez á que apague, si puede, la voz de nuestra fe todavía poderosa: retámosle á que impida que millones de corazones palpiten todavía por ella; retámosle, en fin, á que aprenda por sus propios ojos si hay ó no hay todavía católicos en la Europa del siglo XIX.
¡Gloria y alabanza á Dios, que nos proporciona tan dulces alegrías! ¡ Gloria á su inmaculada esposa la Iglesia, que con su declaración nos infunde nuevo aliento y nuevo vigor para el combate! Un nuevo lema llevamos en adelante escrito en nuestra bandera, lema que hace diez y nueve siglos tenia ya escrito el católico en su corazón: La infalibilidad. ¡Viva, pues, el Papa infalible!
(R.P. Félix Sardá y Salvany, Propaganda Católica Tomo IV, pp. 147-155, Barcelona, 1890).
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