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Como los protestantes originales obviamente carecían de apostolicidad de gobierno, se refugiaron en una apelación a la teoría de la “misión extraordinaria”. Para decirlo brevemente, sostenían que Dios podría en algún momento levantar a un grupo de hombres con una vocación extraordinaria y conferirles funciones apostólicas si los pastores apostólicos actuales se corrompieran brutalmente. Éste fue el caso, afirmaron, de Lutero y los demás reformadores.
Está claro, sin embargo, que si Dios alguna vez concediera una misión tan extraordinaria, tendría que ser probada mediante milagros u otras marcas claramente divinas. Sin embargo, la pura verdad es que las propias promesas de Cristo descartan por completo la posibilidad de una misión tan extraordinaria. Entienda ahora, estamos hablando de una misión por la cual un hombre absolutamente aparte y completamente independiente de la sucesión apostólica recibiría de Dios el poder de gobernar (o reformar) la Iglesia.
Cristo confirió poderes sagrados sobre Sus Apóstoles y sus sucesores hasta el fin del mundo*. Además, les prometió Su perpetua e infalible asistencia. Consecuentemente, Cristo estaría contradiciéndose a Sí Mismo si alguna vez desproveyera a los legítimos sucesores de los apóstoles de su autoridad. Dado ese hecho, sería otra contradicción para Dios el conferir ese mismo poder o un poder similar sobre otros hombres que no estuviesen en unión con los sucesores ordinarios. En esa hipótesis habría dos sujetos de autoridad separados e independientes, ambos demandando, por derecho divino, obediencia de los mismos sujetos. La única cosa que podría resultar en tal hipótesis sería confusión y cisma en la Iglesia de Cristo. Y en tal evento, uno supondría que Dios Mismo, que quiso que Su Iglesia fuera unificada, estaría Él Mismo sembrando las semillas de una necesaria división. [...] Dios no tiene necesidad de legados extraordinarios, en el sentido afirmado más arriba, para preservar Su Iglesia de la corrupción.