Ildefonso de Bressanvido
O.F.M.
12. Hasta ahora hemos considerado la certeza del juicio final, así como las circunstancias que deben acompañarlo, tal como están descritas en los libros sagrados. Por lo tanto, no hay duda, hermanos míos, de que ustedes y yo resucitaremos en este día; que con el mismo cuerpo que tenemos ahora estaremos presentes en este espectáculo; que con estos mismos ojos veremos a Jesucristo sentado en su trono resplandeciente; que nos veremos obligados a darle cuenta exacta de todas nuestras obras, y que recibiremos de su justicia la sentencia irrevocable o de vida eterna o de muerte eterna. Todo esto es tan cierto como lo es que Dios, que se ha dignado revelarnos estas cosas, no puede mentir. Nosotros, pues, os diré con San Pablo (1. Tes. 5), nosotros que, siendo hijos de la luz, creemos estas grandes verdades, no nos entreguemos al sueño, como lo hacen los que son hijos de la oscuridad y de la muerte; sino vigilemos constantemente, esperando la venida de nuestro Juez: Non dormiamus, sicut et caeteri, sed vigilemus. Las cinco vírgenes insensatas que, habiéndose dejado vencer por el sueño, se vieron privadas de aceite, fueron, a la llegada del esposo, sorprendidas y rechazadas; mientras que las cinco vírgenes prudentes que, con sus lámparas encendidas en las manos, fueron a su encuentro, fueron admitidas al banquete nupcial. Este siervo cobarde y perezoso que, en lugar de aprovechar el talento que su amo le había confiado, lo escondió en la tierra, fue condenado a las tinieblas exteriores; mientras que los otros siervos, que hicieron fructificar los talentos que habían recibido, fueron llevados al gozo de su señor (Mat. 25). Si deseamos ser consolados cuando Jesucristo venga en el último día, guardémonos de la pereza de las vírgenes insensatas y de la negligencia del siervo malo, e imitemos continuamente la vigilancia de las vírgenes prudentes y la solicitud de los siervos sensatos y diligentes.
Precisamente para enseñarnos con qué cuidado debemos prepararnos a la venida de Jesucristo, nuestro juez, nos fueron propuestas estas dos parábolas en el santo Evangelio. Pero si queremos estar vigilantes debemos, añade san Pablo (l. Tes.c. 5), ser sobrios; y para protegernos de la pereza, debemos revestirnos del escudo de la fe y de la caridad, así como del yelmo de la esperanza de la salvación: Sobrii simus, induti loricam fidei et charitatis, et galeam spem salutis. Seamos sobrios, usando con cautela los bienes terrenales y reprimiendo nuestras pasiones, para que no nos perturben la razón. Pongámonos el escudo de la fe, para que ella nos defienda contra las falsas máximas de quienes, como dice el apóstol San Judas (v. 8), siguen sus deseos y caminan en la impiedad. Pongámonos también el escudo de la caridad, para que nos haga más ágiles en huir del vicio, en el cumplimiento de nuestros deberes y en la práctica de las virtudes cristianas. Cubrámonos finalmente con el yelmo de la esperanza, para que ella nos anime en las dificultades y nos fortalezca en las vicisitudes de esta vida miserable. Esta sobriedad, esta fe, esta caridad, esta esperanza harán que la segunda venida de Jesucristo se convierta en objeto de nuestros anhelos, ya que en este día se le verá lleno de indignación contra los que viven en el olvido de sus promesas, para perderles eternamente, pero se mostrará lleno de mansedumbre y bondad para con los que se han preparado para su venida, para salvarlos (Heb. 9).
FIN