Deteniéndose a indagar acerca de su poder, el cristiano sabe que el dominio del hombre sobre las cosas y las fuerzas de la naturaleza, por disposición también de la gracia divina, se habría ejercitado comúnmente sólo en provecho y no en daño de la sociedad humana, cuya historia, asimismo por gracia, se habría iniciado no con opresión alguna de angustia y de miseria, sino con el libre desenvolvimiento de las fuerzas en medio de condiciones favorables al progreso más amplio y elevado. Sin embargo, el adorador del recién nacido Hijo de Dios sabe también que la culpa original y sus consecuencias privaron al hombre no del dominio de la tierra, sino de la seguridad en su ejercicio, y del mismo modo sabe que con el descenso que siguió a la primera culpa no se destruyeron la capacidad y el destino del hombre a formar la historia, pero que caminaría arrastrándose con progreso penoso, en una mezcla de confianza y de angustia, de riqueza y de miseria, de ascensión y de retroceso, de vida y de muerte, de seguridad y de incertidumbre, hasta la decisión postrera a las puertas de la eternidad.
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