VACANTIS APOSTOLICAE SEDIS

"Quod si ex Ecclesiae voluntate et praescripto eadem aliquando fuerit necessaria ad valorem quoque." "Ipsum Suprema Nostra auctoritate nullum et irritum declaramus."

LIBRECULTISMO, LIBERTAD A LA PERDICIÓN


S.S. Pío IX & Niceto Alonso Perujo
Presbítero y doctor en Teología y en Derecho Canónico,

De la libertad de cultos
Extracto de los capítulos 51y 52 del tomo II
Lecciones Sobre El Syllabus
año 1877

LIBRECULTISMO, LIBERTAD A LA PERDICIÓN

Lejos de ser laudable la libertad de cultos, ni aun lícita, es altamente vituperable, a no ser en los casos en que una necesidad absoluta obligue a concederla.


Para proceder con claridad, conviene recordar que el Syllabus, como documento doctrinal, se limita a condenar los principios de la revolución en el sentido natural de los errores, tal como en él están formulados; pero no desciende a los casos particulares, que en la práctica podrían legitimar la tolerancia de aquellos.

En nuestro caso no se condena la tolerancia civil de los falsos cultos, cuando haya motivos graves que la aconsejen. La prudencia y las condiciones peculiares de un país, hacen necesario muchas veces conceder el ejercicio de un culto dado a los individuos que no profesen la religión nacional. Esta tolerancia de parte del poder se convierte para aquellos en un derecho que debe ser protegido por la ley, cuando se halle consignada en convenios expresos por efecto de las causas que hemos señalado arriba, o por una larga prescripción: y todos deben respetarla mientras se contenga en sus justos límites, y no se abuse de ella con perjuicio evidente de la mayoría de la nación. Pero aquí se vé claramente que esta tolerancia sólo se refiere a naciones y casos particulares, y que es por lo tanto, una excepción de la regla general. Solo en este sentido puede transigirse alguna vez con la libertad de cultos. Pero cuando esta se considera como un derecho individual de todo ciudadano, de profesar la religión que quiera, y para ello ser protegido por la ley, como lo entiende el liberalismo, es una cosa intrínsecamente mala, y en ningún caso puede admitirse como lícita o conveniente, y como una conquista preciosa de la moderna civilización.

De aquí se desprende la diferencia que hay entre algunas nociones que se confunden «con frecuencia, y el diverso juicio que se ha de formar de ellas, tanto en teoría, como en la práctica; a saber, la libertad de conciencia, la tolerancia y la libertad de cultos. La primera es una cosa individual, y no llega a ella ninguna autoridad humana, mientras no se manifieste en hechos externos. La segunda supone que la ley se abstiene de castigar ciertas manifestaciones exteriores, aunque las cree malas, por evitar males mayores, pero sin autorizarlas expresamente: o si se quiere en un sentido más lato, es un hecho social que la ley reconoce, pero sin aprobarlo, respecto al ejercicio de un culto falso en la forma y condiciones que ella determina. La libertad de cultos supone el pretendido derecho de manifestar y ejercer públicamente cualquiera religión, como si todas fueran iguales, inspirándose la ley en el indiferentismo y autorizando expresamente la práctica de cualquier culto, por más que algunas veces la nación se obligue a sostener el culto y los ministros de la religión católica, más bien por conveniencias políticas, que por convencimiento de su verdad.

Esta simple aclaración de los términos demuestra que la libertad de cultos es por su naturaleza una cosa mala, absurda y perjudicial. Porque lo es efectivamente, igualar a los falsos cultos con la religión verdadera, y conceder al error iguales derechos que a la verdad. Hablando en absoluto, la ley no puede autorizar positivamente la práctica de un culto falso, como no puede autorizar la práctica de un vicio, o de cualquier acto inmoral. En el mero hecho que la verdad fuese igualada al error, aquella saldría injustamente perjudicada y éste injustamente favorecido, porque la primera sería rebajada al nivel del segundo. Favorecer al error con perjuicio de la verdad, es una cosa injusta y mala.

Los partidarios del librecultismo se verán necesariamente encerrados en este dilema: o consideran a todas las religiones igualmente buenas, lo cual sería lo mismo que considerarlas como igualmente falsas, no teniendo solo a una por verdadera, creen, sin embargo, que las falsas tienen derecho a ser tratadas de la misma manera que ellas. Lo primero, es una enormidad tan absurda que ningún hombre instruido puede admitirla, porque le llevaría inevitablemente al ateísmo. Lo segundo, es un proceder inícuo y criminal, porque si la religión verdadera es única, solo ella puede reclamar derechos imprescriptibles y soberanos. La ley que, apoyándose en la mera existencia de muchas religiones falsas, creyere que esto bastaba para autorizarlas como a la verdadera, sería radicalmente nula y abusiva, porque desde su principio carecería de sus condiciones esenciales que es ser justa y razonable.


Y la mayor injusticia de esta ley sería, no sólo conceder a las sectas derechos no merecidos, sino al hacerlo, privar a la religión verdadera de sus derechos legítimos. . Cuando se concede una libertad común, con iguales atribuciones, a dos o más instituciones opuestas, es lo mismo que negar a todas la libertad plena y entera, porque cada una se verá limitada por la acción de su contraria y en lucha constante con ella. El derecho de una, es por fuerza la violación del derecho de la otra: la afirmación de una, es la negación de lo que enseña la otra, y se constituirán en un estado de continua lucha. Pero esto es limitar arbitrariamente el derecho de la verdad, que ha de ser exclusivo y libre, sin que nada venga a turbar su posesión. ¿Y hay cosa más inicua que asegurar y proteger la libertad del error, poniendo trabas y obstáculos a la verdad? ¿Llamar libertad de cultos lo que, en rigor de verdad, es opresión y esclavitud del único culto verdadero?

Así es que una vez concedida esta libertad, se autorizan con ella los ataques a la religión verdadera y las prácticas contrarias a las suyas; se da libertad amplia a la profesión de muchos errores dogmáticos, y a la predicación de todo género de negaciones, con las consecuencias que de ello provienen; y el prestigio de la religión católica y sus ministros, queda a merced de los insultos, injurias y calumnias de los sectarios. Y no se diga que los tribunales podrán corregir los excesos de las sectas, porque si se les ha dado libertad, están dentro de sus principios atacando al catolicismo: y si se trata de injurias impersonales, por ejemplo, al clero en general, ¿Quién ha de exigir la reparación? ¿Y dónde habrá bastantes tribunales sólo para estos asuntos? Y admitida la libertad de cultos, ¿toda ley que se encaminase a cohibirla no seria una contradicción?

Es una verdad acreditada por una constante experiencia, que la libertad de cultos introducida en un país católico se dirige únicamente a la persecución y daño del catolicismo. No hay español que no pueda citar hechos numerosos que prueban esta triste verdad. Todos recuerdan las escandalosas apostasías de algunos clérigos viciosos, las persecuciones de los sacerdotes y hasta de seglares, por defender los fueros de la Iglesia católica, y saben que la libertad de cultos sólo ha servido al protestantismo, que a su sombra ha inundado la nación de biblias adulteradas y de libritos heréticos, atacando lo más sagrado de nuestras creencias. Todo se ha empleado contra el catolicismo en nombre de la. libertad; periódicos, caricaturas, discursos, manifestaciones, abusos é intrigas: y hemos visto que los Gobiernos, olvidados de sus deberes, han favorecido a los sectarios con perjuicio de la religión del país.


Además, es bien cierto, como luego demostraremos, que la libertad de cultos es un manantial inagotable de escándalos, perturbaciones y toda suerte de males, así en el orden moral, como en el material. Ella ha puesto a las naciones en un estado de continua alarma, ha producido innumerables choques y conflictos, ha empobrecido y arruinado -al país en sangrientas guerras civiles, ha propagado el indiferentismo y la incredulidad, y por último, ha fomentado de una manera alarmante el libertinaje y la corrupción.

Siendo esto así, cualquier Gobierno que en un país católico se atreviese a autorizar por una ley aquella malhadada libertad, haría traición a un mismo tiempo a los intereses de la religión y de la patria.

¿Puede darse nada más odioso que conceder a los extranjeros, como un derecho, una cosa injusta y mala, con perjuicio notable y contra la voluntad expresa, contra las protestas, contra las reclamaciones y contra los intereses de los nacionales?—Nación hospitalaria y generosa es ciertamente la que recibe a los extranjeros, sin preguntarles sus ideas ni sus creencias, y sin molestarlos por causa de ellas: la que protege sus intereses y personas, y les brinda sus producciones y su industria; la que los colma de privilegios, y hasta los admiten bajo la salvaguardia del derecho internacional. Pero las leyes de la hospitalidad tienen sus límites; y los que vienen a un país, no pueden exigir cosa alguna contraria a su constitución, ni la autoridad pública tiene atribuciones para derogar en beneficio de ellos las leyes fundamentales de la nación.

Cuando la inmensa mayoría o casi la totalidad de un país profesa la religión verdadera, el Gobierno está en el deber de garantizar a todos este bien supremo, pues para eso se halla en el poder, para el bien de sus pueblos. Los súbditos, a su vez, tienen un perfecto derecho de que aquel bien les sea garantido sin reserva alguna, sin que nadie pueda arrogarse la facultad de introducir o de practicar en la nación un culto, no ya contrario a la verdadera religión que ellos profesan, pero ni aun diferente de ella. En un país católico, todo culto extraño, es un hecho ilegítimo, que ningún motivo, por grave que sea, llega a justificar; y menos se justifica por complacer únicamente a algunos pocos extranjeros, los cuales, en el mero hecho de venir a una nación, saben de antemano que deben someterse al derecho común.

Nada puede oponerse a esta doctrina, aun según los mismos principios del liberalismo. En efecto, nadie desconoce ni niega el derecho de las mayorías de ser gobernadas conforme a sus ideas, y en caso contrario bien pronto será derribado el Gobierno que no siga esta conducta. Una mayoría católica desea ser gobernada según los dogmas y preceptos de nuestra santa religión, y tiene un derecho natural de que nada se oponga a su libre ejercicio, de que no se susciten obstáculos ni trabas a su desarrollo, y de que su religión sea respetada y protegida como la religión única del Estado, como la religión social. Aun en el caso que a los sectarios asistiera el mismo derecho que a los católicos para la práctica libre de su culto, siendo éstos la inmensa mayoría, a éstos debe favorecer principalmente la ley. Es un principio el más vulgar, que entre dos derechos iguales, opuestos é incompatibles, prevalece el que pertenece a mayor número de individuos. ¿Qué será, pues, cuando el derecho de la mayoría sea mejor que el de la minoría, o más bien, cuando esta minoría no tenga en rigor derecho alguno que limite el exclusivo de aquella? ¿La mayoría católica habrá de igualarse a la minoría de las sectas? ¿La masa de la nación se deberá colocar en la misma línea que algunas docenas de extranjeros?—Y por otra parte, ¿asiste a los extranjeros algún derecho a la libertad de cultos? Aunque fueran nacionales no lo tendrían, ni por derecho político, pues se supone en la proposición que las leyes que autorizan aquella libertad, son recientes; ni por derecho civil, puesto que los códigos de todo país católico abundan en disposiciones incompatibles con la misma ; ni por derecho natural, como pretenden los modernos, pues teniendo éste por norma la ley eterna, grabada por Dios en todos los corazones, no reconoce derecho alguno para el mal y el error.

Todas las ventajas que se invocan para que se conceda esta libertad a los extranjeros, como son la afluencia de capitales, la solidaridad religiosa de las naciones, lo que ganará el clero católico en ciencia y en virtud al tener que oponerse a los progresos de las sectas, etc. etc., ò son del todo ilusorias, o bien miradas se convierten en otros tantos argumentos contra las pretensiones del libre-cultismo.—Los extranjeros que traen sus capitales, sea para empréstitos nacionales, sea para ferrocarriles y obras públicas, se los vuelven a llevar con creces, pues ellos busca el negocio, más bien que el ejercicio de su culto: además, que nadie los molesta por sus creencias. Y aunque fuera cierta esta afluencia, ¿bastaría para compensar la pérdida de la joya inestimable de la unidad religiosa?—También es falso lo que se añade sobre la reciprocidad de libertad religiosa con las naciones extranjeras. Si éstas tienen ya esa libertad, nada conceden a los católicos que vayan a establecerse a ellas, y en nada se perjudican por ello, al paso que un país católico lo concedería todo a los sectarios, con gravísimo perjuicio de su tranquilidad y de sus intereses.— Lo que se dice del clero católico, además de inferir gratuitamente una grave injuria a esta respetable clase, suponiendo que la unidad católica contribuye a que descuide sus deberes, es una verdadera simpleza. Es lo mismo que decir que se debía introducir la peste en algún país, para excitar la actividad de los médicos.—No es necesario insistir más.

Por último, y prescindiendo de otras muchas razones filosóficas y políticas, ¿Cómo se puede llamar laudable la concesión de una libertad abiertamente condenada en innumerables lugares de la Sagrada Escritura, reprobada severamente por los Sagrados Cánones y Santos Padres, y contraria a repetidas decisiones de la Santa Sede? ¿Cómo será laudable una libertad que todos los verdaderos católicos detestan y abominan? Y, en fin, ¿Cómo merecerá elogios una libertad, que es el germen fecundo del indiferentismo, de la perversión de las ideas, y de la corrupción de las costumbres, en una palabra, del error y de la inmoralidad?

Pero esto será materia del capítulo siguiente, que letal la cuestión bajo este: nuevo aspecto, el más interesante tal vez.

«Del impuro manantial del indiferentismo, exclamaba Gregorio. XVI en su Encíclica Mirari vos, ha salido otro error insensato, o más bien ¿increíble delirio, que da a cada uno el derecho de reclamar la libertad de conciencia. Y esta perniciosa aberración es fomentada además por la absoluta y desmedida libertad de las opiniones, que por todas partes introduce la desolación en la Iglesia y el Estado, con aplauso de algunos que se atreven a sentar que de ahí resulta algún beneficio para la religión. Mas, como dice San Agustín, ¿Qué peste mas mortífera para el alma que la libertad del error? Porque una vez rotos los frenos que contienen a los hombres en el camino de la verdad, siendo inclinada de suyo la naturaleza a precipitarse en el mal, puede decirse que se abre aquel pozo del abismo (Apoc: IX, 3) de donde San Juan vio salir un humo que oscureció el sol, y de cuyo centro salían langostas para talar la tierra.—Porque de ahí provienen los errores del entendimiento, la corrupción siempre creciente de la juventud, el desprecio de los pueblos a todo lo más sagrado que hay en las instituciones y las leyes: en una palabra, la plaga más terrible de la sociedad, pues la experiencia ha demostrado desde la más remota antigüedad, que las ciudades más florecientes por su riqueza, pujanza y gloria, han hallado su ruina en la libertad excesiva de los sistemas, en la licencia de hablar y en el deseo inconsiderado de novedades.»

Siguiendo sus huellas el inmortal Pío IX al hablar en su Aloc. Numquam fore de la Constitución masónica de México, se lamenta que «autoriza el libre ejercicio de todos los cultos, y concede a cada uno la facultad plena y entera de manifestar públicamente sus pensamientos y opiniones, a fin de corromper más fácilmente las ideas y las costumbres de los pueblos, de propagar la peste abominable y desastrosa del indiferentismo, y acabar de destruir nuestra santa religión.»—Y en la Encíclica Quanta cura, después de hacer notar las tendencias. naturalistas de los Gobiernos a prescindir de la religión, o a lo menos a no hacer diferencia alguna entre la verdadera y las falsas, añade: «Con esta idea absolutamente falsa del Gobierno social, no vacilan en favorecer la opinión errónea, sumamente perniciosa a la Iglesia y a la salvación de las almas, llamada delirio por nuestro predecesor Gregorio XVI de feliz memoria, a saber: que la libertad de conciencia y de cultos es un derecho propio de todo hombre, que debe ser proclamado y garantido en toda sociedad bien constituida, y que los ciudadanos tienen derecho de manifestar y declarar públicamente y sin rebozo sus opiniones, cualesquiera que sean, de palabra, o por medio de la imprenta o de otro modo, sin limitación alguna por parte de la autoridad eclesiástica o civil. Pero al afirmar esto temerariamente, no piensan ni consideran que predican la 7a libertad de la perdición, y que «si se deja siempre a las opiniones humanas la libertad de discutir, nunca faltarán hombres que se atrevan é resistirá la verdad y confiar en la locuacidad de la sabiduría humana, siendo así que la fe y sabiduría cristiana conocen, por la doctrina misma de Nuestro Señor Jesucristo, cuánto deben evitar esta perniciosísima vanidad.»

La Santa Sede se ha expresado en este sentido en repetidos documentos, los Obispos del globo han predicado lo mismo, los teólogos y escritores católicos lo han demostrado hasta la evidencia. Ahora bien, examinada la cuestión a La simple luz del buen sentido, ¿Quién tendrá razón: el Papa, los fieles, o los partidarios del librecultismo?

La respuesta no puede menos de ser decisiva contra éstos: pero no es con ese solo argumento como podemos refutarlos, sino con otros muchos deducidos de la misma naturaleza de la cosa y de la lógica inexorable de los hechos. Bastará indicar algunos, para convencer plenamente a todo lector imparcial.

Desde luego es indudable que la plena libertad, indiscretamente concedida a todos los cultos, debe producir como efecto necesario el predominio del error sobre la verdad, puesto que al colocar al uno y a la otra en la misma línea, consigue aquel un primer triunfo a que no podía tener derecho. Todo progreso del error en cualquier sentido, es evidente que redunda de un modo directo en perjuicio de la verdad, como que es su negación, y la merma, la oscurece y la impide propagarse. Y cuando el error adquiere ante el público los mismos títulos legales de existencia y propaganda que la verdad, el resultado inmediato es la seducción de unos, la duda en otros, y en muchos más la frialdad y la indiferencia. Pero los errores doctrinales van siempre acompañados o seguidos de errores morales, los principios se traducen bien pronto en hechos, las ideas modifican las costumbres, como todo el mundo sabe: de aquí es que la difusión libre del error produce necesariamente la corrupción y la inmoralidad.

Es también indudable, que por causa de la debilidad o de la malicia humana, el error encuentra auxiliares poderosos, donde la verdad haya obstáculos muy difíciles de vencer. Como consecuencia funesta del pecado original, nuestro entendimiento quedó oscurecido y nuestra voluntad inclinada al mal, y propende en este sentido, de manera que, para ir a la verdad y al bien, necesita el auxilio de la gracia. Aun cuando así no fuera, la mayor parte de los hombres carece de conocimientos y talento suficiente para distinguir siempre entre el error y la verdad: la ignorancia y simplicidad de muchos, es víctima inocente de 10s sofismas y las falacias de los maestros de la mentira, -como los llama el Apóstol: la perversidad de no-pocos acoge voluntariamente los errores que la favorecen: las pasiones de otros están interesadas en seducir a los pueblos, y todo se conjura en contra de la verdad. Añádase la multitud de sistemas opuestos, la diversidad de opiniones, los medios reprobados de que se valen los sectarios para atacar a la verdadera religión y sus ministros, en hojas, periódicos, discursos y hasta caricaturas y almanaques, y dígase con ingenuidad, si aunque se multipliquen los esfuerzos y el celo de los ministros católicos, podrán impedir los estragos de tantos elementos disolventes, y evitar el extravío de las ideas y la corrupción de las costumbres, y como consecuencia, la propagación del indiferentismo.

Si todos los hombres fueran sabios y virtuosos, nada habría que temer, ciertamente, de la lucha entre la verdad y el error; pero habiendo tantos ignorantes y tantos perversos, no puede esperarse de tal lucha otra cosa que males. Todo escándalo es altamente funesto y deja en pos de sí huellas indelebles, causando la ruina de muchas almas, como es bien notorio. Pero entre los escándalos públicos, no hay otro más perjudicial que el de la libertad de cultos, con la plaga funesta de las otras libertades que aquella supone, de opiniones, de enseñanza y de imprenta, a lo menos en materias relativas a la religión. Está la humanidad tan trabajada por el mal, que ni aun sabe casi defenderse de sus reiterados ataques: y por grave que sea un error, por escandaloso que sea un hecho, si se repite muchas veces públicamente, y la ley no lo castiga, llega a : perder su deformidad. ¿Puede darse condición social más triste, y no es ya una perversión en las ideas y una corrupción en las costumbres, querer vivir sujetos a esta tiranía del mal, autorizarla por la ley, y celebrarla como una conquista del progreso y de la civilización?

Además, la libertad de cultos favorece la inmoralidad pública de otros modos directos;—introduciendo la disensión en las familias, si sus miembros tienen la desgracia de profesar distintos cultos o de haber “sido seducidos por los sectarios:—facilitando las apostasías, tanto de los clérigos, como de los malos católicos, —y alentando a los díscolos para eludir las disposiciones de la Iglesia, especialmente en lo relativo a las dispensas matrimoniales:— favoreciendo los concubinatos legales del matrimonio civil, y las uniones ilícitas más o menos ocultas: —abriendo la puerta a los divorcios con fútiles pretextos:—corrompiendo las ideas, de manera que un mismo hecho se aprecie de 7 diverso modo bajo el punto de vista de la moralidad, siendo para unos un crimen, lo que para otros sea una virtud: y en una palabra, introduciendo la confusión en las ideas y la licencia en las costumbres, como acredita una constante experiencia.

Basta echar una mirada sobre las naciones en donde hay libertad de cultos, y se las verá sumergidas en un espantoso caos de vicios y de errores. Sirvan de ejemplo los Estados-Unidos de América, que pasan por el pueblo en que se disfrutan más ampliamente toda clase de libertades. Sin embargo, de no haber allí una libertad de cultos absoluta é incondicional, puesto que se prohíben los cultos sanguinarios, fanáticos é inmorales, «¡cuánta inmoralidad, dice el Sr. La Fuente, se ha amontonado en aquel país! Allí se han establecido sociedades antimatrimoniales para favorecer el concubinato y la disolución, y perseguir indirectamente a los casados, ridiculizarlos, fastidiarlos, favorecer el divorcio é impedir las bodas. En algunas capitales ha existido más de un club con este objeto y quizá existan. En Nueva-York hay actualmente, según dicen los libros de los espiritistas, más de quinientos médiums, es decir, energúmenos que trafican en supersticiones, en pactos satánicos, en sortilegios y adivinaciones.—El mormonismo y el espiritismo, no son más que la explosión de la inmoralidad y de la superstición en un país donde la libertad de cultos se ha llevado hasta el ateísmo y en que las costumbres han llegado a un grado de corrupción indescriptible.» —Esta regla no sufre excepción, y se cumple lo mismo en Francia, en Inglaterra, en Alemania y en todos los Estados libre-cultistas. Y para convencerse que la corrupción y el indiferentismo de esas naciones reconoce por-causa la libertad de cultos, y la licencia desenfrenada de opiniones y de la prensa, basta recordar lo que son sus periódicos, sus espectáculos y sus teatros, que son el termómetro de las costumbres, y, sobre todo, estudiar las estadísticas del vicio, comparándolas, en la debida proporción, con otros países en donde se ha conservado la unidad católica, y en donde no se conocen aquellas funestas libertades.

Niceto Alonso Perujo
Enciso (La Rioja), III.1841 – Valencia, 1890. Presbítero, doctor en Teología y en Derecho Canónico, canónigo en varios cabildos, profesor y rector de Seminario, apologeta y polifacético escritor.
Lecciones sobre el syllabus

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