Abbé Charles Delagrange
III. El mundo no es de temer para el anacoreta que ya no lo ve, ni para el cenobita que está alejado de él; apenas les llega un sonido, un murmullo en la soledad donde han buscado refugio de sus peligros. Pero nosotros, hijo mío, nosotros vivimos en el mundo y somos del mundo: bebemos su agua, respiramos su aire, nos calentamos con su sol. El mundo, en efecto, ¿no es el barrio de la ciudad o el rincón del pueblo que habitamos? ¿No es ésta nuestra compañía cotidiana, la sociedad con la que tenemos amistad, placer, negocios e intereses?
Ciertamente, el mundo no es una quimera, y cuando se nos habla de él, en lenguaje cristiano, no es un fantasma que se hace pasar ante nuestros ojos para perturbar nuestra imaginación.
Ahora bien, porque somos del mundo, vivimos como la gente del mundo, cuyas ideas tenemos y cuyos hábitos adoptamos. ¡Nos dejamos llevar tan fácilmente por la corriente! Esto sucede sin que tengamos cuidado. Además, nos decimos a nosotros mismos para engañar a nuestra conciencia, ¿somos realmente tan malos, tan corruptos en este mundo que constituye nuestra sociedad, que es nuestro hogar, y somos realmente tan criminales por actuar como los demás? — Así, casi sin darse cuenta, uno deja de ser cristiano para convertirse en un hombre de su época.
El Apóstol ha visto el peligro y se adelanta con este sabio consejo: “Tened mucho cuidado y no os amoldéis a este siglo".1
Sin duda, amoldándonos a la época, a este mundo ligero, sensual y ajetreado, podemos guardar el Evangelio y no abjurar de la cruz; pero ¿tenemos el espíritu para ello, seguimos la ley? La cruz y el Evangelio exigen algo más que ideas de orden para nuestro Símbolo, algo más que buenas maneras para nuestro Decálogo.
Hay que decirlo; no, la vida de los pueblos del mundo no es la vida de los santos, esta vida humilde y penitente, pura y mortificada, ferviente y recogida, casta y escondida; sin embargo, la vida de los santos es siempre únicamente la del cristiano. Cuando el Apóstol, caracterizando al cristiano, dice que "los justos viven de la fe", que "los que pertenecen a Jesucristo crucifican su carne con sus vicios y sus concupiscencias", define, ciertamente, una vida muy distinta a la de las personas honestas según el mundo, esa vida a la vez egoísta y sensual, frívola y ocupada, blanda e inquieta, ambiciosa y servil, y cuando dice de sí mismo: "Estoy crucificado para el mundo, y el mundo está crucificado para mí" 2, está muy lejos de darnos a entender que vivió según las costumbres del mundo y siguió sus ideas.
2 Gal., VI, 14.
Continuará...